Vuelo de regreso

Por José Pablo López

En mi asiento del vuelo 343, de Aerolíneas Argentinas y a 10.000 mts. de altura, me percibí enojado, frustrado, regresaba a mi país anticipadamente y contra mis deseos, a causa de no sé qué virus, qué pandemia y más, seguramente debido a manipulaciones de gobiernos y de medios adictos.

Fin de mis aventuras europeas, exánimes a poco de iniciadas. Mala suerte, dicen algunos; oscuros manejos y oportunismo político, aseguro yo.

Me vi en colas interminables, llenando formularios inútiles, soportando recomendaciones básicas de enmascarados especialistas en molestias colectivas: Berlín, 36,7°, sin tos ni congestión, 14 días de aislamiento social (suena cool, ¿no?), etc., etc., etc.

Tomar un taxi, subir a mi departamento, pedir pizza por delivery y comenzar mi cuarentena (¿o se llama quincena?) recuperándome del jet-lag. Mañana… mañana será otro día.

¿Me quieren encerrado?

Pues me tendrán encerrado. Llamada al trabajo y al pedido a domicilio, para justificar mi ausentismo y para asegurarme provisiones para las dos semanas que se avecinan, respectivamente.

Por suerte la pila de libros, aún sin leer, creció bastante este último tiempo y finalmente reparé en la bici fija, arrumbada en un rincón y casi virgen. Serían ambas de mucha utilidad, pensé.

Me vi esos primeros días pendiente de las noticias en el tele y en el celu, recibiendo y reenviando memes, manteniendo mensajes de whatsapp con amigos y todo, absolutamente todo, girando alrededor del consabido virus.

Mudaba de ánimo en lapsos demasiado breves de tiempo: de bromista a preocupado y luego a embroncado, casi sin solución de continuidad; pasaba de reír casi enajenado a golpear con puños cerrados la mesa ratona, en cuestión de minutos; relajado a ratos y casi paranoico en otros.

Finalmente, al tercer día, me felicité al decidir apagar la tele y el celular, y aislarme de las noticias tanto como de las personas.

¿Me quieren aislado?

Pues bien, «¡Me mantendrán aislado!” Casi grité, como si a alguien le importara, frente a la ventana, mi única ventana que daba al patio interior del edificio y era mi exclusivo medio de contacto con el mundo exterior.

La primera semana pasó en ese tren, aislado completamente, leyendo y pedaleando; los alimentos, primero los frescos y luego los enlatados, empezaban a escasear, pero, como estaba decidido a no salir de mi rebelde encierro auto impuesto, comencé a racionarlos.

Al décimo día ya estaba sub-alimentándome y para colmo, a la noche siguiente, me desperté agitado y empapado: 41° de fiebre. Esto me puso en guardia, pero no era aún momento de flaquear en mi resolución. A la mañana vería, quizás como siempre, ibu mediante…

Pero la fiebre no cedería tan fácilmente y encima una tos molesta y persistente empezaba a molestarme seriamente. Comenzó, tímidamente, como tanteandome y, poco a poco, se fue adueñando de mi calma y serenidad, hasta transformarse en una frenética desesperación.

Pero lo peor de todo fue que al anochecer, del décimo tercer día, empezó a faltarme el aire. Despertarme con una sensación de caída profunda y oscura en un pozo ciego, sin aire ni final, fue sólo el inicio de lo que vendría… Y ahí me asusté de verdad, quizás porque además recordé cuando, hace un par de años, me internaron por una neumonía que me tuvo a maltraer toda una temporada. Fue poco antes de romper con Alicia.

¿En qué andará Alicia? No era mala persona y con el tiempo, quizás, hubiera llegado a amarla tanto como la deseaba; al final se cansó de mí, tal vez por mis viajes, mis ausencias o mis silencios. Nunca lo supe a ciencia cierta… ¿Estaría delirando? Al menos no aparecieron unicornios bajo mi cama…

Lo cierto es que, asustado como estaba intenté, infructuosamente, llamar a emergencia, una y otra vez, pero nadie contestaba.

“Pago tanto para nada. Inútiles. Ladrones. Descarados…”

Encendí la tele, más para distraerme que por otra cosa, y nada… ningún canal, ni señal, ni nada: sólo esa lluvia de puntitos grises y metálicos, que me hicieron recordar el final de transmisión en los años de mi infancia.

El padre Seschi en la tele, blanco y negro y yo acompañando a mi abuelo, fiel seguidor y eterno creyente… ¿Dónde estará mi abuelo? ¿Dónde quedó mi infancia?

Empiezo a delirar de nuevo, lo sé, me conozco, imágenes de otros tiempos, más dulces y amables haciéndose lugar, a empujones, desdibujando una realidad que me golpea sin piedad y me atenaza.

Recojo mi celular, ningún mensaje, ninguna llamada perdida, nada. ¿Se acabaron los memes, las bromas, los intentos de salvar al mundo por las antisépticas redes sociales? Intento una nueva llamada a emergencias y… absolutamente nada.

Me preocupo, descorro las cortinas y entra el sol, pero más nada… Salgo apresurado al pasillo, bajo los tres pisos corriendo, atravieso el palier jadeando y cuando por fin llego a la calle, me sobrecoge un silencio atronador que tiñe un irreconocible paisaje urbano, desierto y  desconcertante; una brisa, caliente y húmeda me golpea, desagradablemente, en la cara y un dulzor pegajoso, nauseabundo, se cuela por mi nariz antes que atine, instintivamente, a cubrirla.

Corro hasta la plaza principal; tres cuadras de desesperación y, quizás a causa de la fiebre que no cede, me siento desfallecer a cada paso. Cuanto más me acerco, menores son mis fuerzas y mayor la certeza de lo que voy a encontrar: infinita soledad, desesperación en los canteros y huella de la muerte en todos los rincones.

La ciudad apesta y estoy solo, me embarga una sensación desesperante, de abandono, angustia, de final. Si aquí acabara todo, ni siquiera sé de qué debo arrepentirme.

“Despierte señor” – me dice amablemente la azafata. Adivino su sonrisa tras el barbijo, mientras me ofrece, gentilmente, alcohol en gel y un formulario. “Por favor llene el formulario de control y no olvide limpiarse las manos. Estamos a minutos de aterrizar. Parece que tuvo un mal sueño” agregó casi maternalmente.

Me desperezo un poco abochornado; le agradezco desde lo más sincero de mi corazón y más tarde, con un rasgo de amabilidad que me desconocía, devuelvo el famoso formulario, luego de haber respondido a las requisitorias de los médicos.

Más tarde, cuando pago el taxi en la puerta de mi departamento, cuando hago el pedido de una pizza al delivery y durante mi cuarentena (o quincena, sigo sin saberlo) e incluso cuando, finalmente, regreso a mi trabajo y a mis actividades cotidianas, no puedo quitarme esa sensación de arrepentimiento por mis renuncias y mis desánimos, que quizás soñé a 10.000 mts de altura, en un avión de regreso y vacaciones frustradas.

Tal vez mañana llame a Alicia, me agradaría saber que está bien y mejor acompañada. Me agradan los unicornios que viven bajo mi cama.

 

Sobre el autor: José Pablo López, 56 años, Dr. en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.

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