Lunas de sangre

Por José Pablo López

Anochecía en las Tierras Altas y una bruma espesa se esparcía sobre la aldea, diluyendo los horizontes que enmarcaban la comarca y profundizando silencios que, a esas horas difusas, se entremezclan con antiguas ausencias.

El viento, colándose entre frondas cómplices, esparcía aromas a madera húmeda y a miedos, sin nombres ni formas; ventiscas cálidas de otoño, pregoneras de desgracias, se escurrían entre masas heladas que se deslizaban pesadamente y las enormes y gemelas lunas rojas anunciaban el final de una era y el advenimiento de un nuevo pacto.

El profundo y atávico vínculo entre nigromantes y hombres se reafirmaría esa noche, en vísperas del solsticio de invierno y no habría más testigos que el crepitar de la fogata y los ojos negros y vacíos de Rufus, el Elegido.

Allá abajo, en la aldea, dentro de las cabañas, las mujeres apretaban fuertemente a sus hijos contra su pecho y los hombres fingirían un valor que no tenían.

Un ambiente a pesadumbre, a resignación y a miedo, se condensaba en las calles vacías y contaminaba, colándose por rendijas, las habitaciones pálidamente iluminadas por faroles mortecinos.

Casuchas pobres, de adobe y paja se igualaban, mediante un desasosiego atávico, con las mansiones de piedra y argamasa, que se erigían más allá, cerca de la montaña; las mismas plegarias se elevaban con idéntica devoción.

Sólo las Siete Iniciadas, púberes vírgenes consagradas a Lea, permanecían fuera de la aldea, en las Antiguas Ruinas de la diosa Lea, descalzas y cubiertas apenas, con la capa roja, símbolo de su nueva dignidad.

Seleccionadas entre las más hermosas, sin distinción de rango ni fortuna, habían acudido sumisas y ahora se entregaban, en cuerpo y alma, al aquelarre en el que rezos paganos se entremezclan con desenfrenadas danzas prohibidas, al influjo de la más intensa oscuridad y aguamiel ceremonial, en abundancia.

Danzaban y esperaban la señal que provendría de lo alto del desfiladero, donde el mago sin rostro, leería las runas y decidiría el futuro.

Así estaba escrito en los Libros Sagrados y así debía suceder en cada conjunción de lunas de sangre, cuando la decadencia de una sociedad se había transformado en moneda corriente, cuando los tiranos y jerarcas habían hecho de las aldeas sus dominios personales y cuando sus caprichos habían alcanzado el rango de leyes; ocurría cuando los propios aldeanos se habían resignado, callando dócilmente, ante las injusticias más deshonrosas, convirtiéndose en apenas borrosos trazos de humanidad.

En tales épocas, las pestes eran recibidas como una bendición, pues enrasaban a todos por igual y no distinguían a pobres de ricos, a sencillos pueblerinos de nobles con abolengo, tan extenso, como vacuos.

Y Rufus era la peor de las plagas, había sido convocado y había acudido a encender el fuego de un nuevo renacer para la comunidad que yacía a sus pies, temerosa, pero esperanzada. Una vez más, como desde el inicio de los tiempos, un Mago renacedor elegiría quien vive y quien muere, y se llevaría la ofrenda que calmaría la ira de los dioses.

Las brumas, finalmente, reptaron por la ladera y se perdieron en lo profundo de las quebradas, una nueva aurora despuntó mansamente, ahuyentando las últimas sombras y devolviendo a las gemelas rojas a la oscuridad que las reclamaba.

Las puertas de las cabañas se fueron abriendo, tímidamente, y poco a poco, las aldeanas mayores marcharon hacia las ruinas mientras los hombres se concentraban en la Plaza del Caldero.

No se escuchaban voces, pero miradas febriles buscaban entre los presentes, a aquellos que no había pasado la criba, aquellos cuyas vidas habían sido cegadas para firmar un Nuevo Pacto, aquellos que pronto serían olvidados.

Cuando las mujeres llegaron a las ruinas, encontraron dormidas, desnudas y exhaustas, a seis de las siete doncellas, seis nuevas sacerdotisas de la diosa Lea y depositarias de su legado. Pronto ingresarían al templo y nadie más contemplaría sus rostros ni escucharía sus voces.

Poco antes del alba, en las Tierras Altas, Rufus apagó el fuego, que ya no crepitaba y entre cuyas cenizas se adivinaba un color rojizo, quizás por influjo de las lunas o quizás resabios del rito de purificación de sangre; alzó la mano derecha en dirección de la aldea e hizo el signo de la prosperidad y del perdón otorgados, recogió sus pocas pertenencias y reanudó su marcha en silencio; un par de pasos detrás, lo siguió Saleh, la séptima doncella, la Elegida, apenas cubierta por su capa ceremonial.

Un camino quizás prefijado se abría ante ellos; una senda que los llevaría por un entramado de Universos y tiempos que tal vez nunca comprenderían completamente, pero al que pertenecían desde siempre y al que perpetuamente estaban retornando.

Así comenzaba la historia de Rufus y Saleh…

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