por José Pablo López
1. El hombre
Y un día J. decidió renunciar al mundo. Simplemente se hartó de bracear contra esa pertinaz certeza de fracaso absoluto, continuo y desproporcionado. Que cada mañana acudiera a su cama, con la única intención de aporrearlo, sacudiendo ferozmente su almohada para arrojarlo a un mundo que lo esperaba con su acostumbrada e inusitada ansiedad hostil, lo terminó derrotando. Le fue imposible soportar que la única duda que le proponía cada nuevo día era por donde vendría el siguiente golpe…
El convencimiento de la irreversibilidad de su fracaso comenzó a gestarse de a poco, silenciosa pero impiadosamente. Una notica infausta tras otra, ninguna muy grave ni muy notable como para despertar sospechas y encender alarmas, pero allí estaban, una tras otra, implacables, horadando su voluntad subrepticiamente.
J. había desarrollado una hipótesis en la cual exponía, ante quien quisiera escucharlo, que las personas tenían tres aspectos sobre los cuales se basaba el éxito o el fracaso y por ende, permitía medir la felicidad:
- El sentimental-familiar,
- El económico-laboral y
- El de vitalidad-salubridad.
Había llegado a construir unas gráficas mensuales en las que reflejaba las variaciones diarias de cada uno de esos puntos y podía hacer así un seguimiento detallado de su evolución. J. sostenía que, por una cuestión de equilibrio isostático, era imposible que los tres aspectos fueran siempre positivos o negativos: al menos uno mostraba siempre un comportamiento opuesto a los demás.
Así, si L. estaba feliz con su pareja y había obtenido ganancias extra en su trabajo, son dudas, se había resentido de alguna dolencia que compensaba las curvas, o E. que disfrutaba de una actividad física envidiable tenía, casi con seguridad, dificultades económicas y una relación complicada en el entorno familiar… Teoría sin sustento pero que le permitió, durante años, encontrar justificaciones ad hoc para una vida que de a ratos, se le antojaba mediocre, chata y sin expectativas.
Fue enterrando utopías casi a la misma velocidad con que las soñaba. Se enamoraba tantas veces y tan definitivamente como se lo permitía su inmadurez y sólo para descubrir, más pronto que tarde, que se había equivocado otra vez. Cada nueva idea, nacía con la semilla del fracaso enquistada y cada nuevo intento escondía el virus de la frustración. Se volvió cada vez más hosco, taciturno, reservado. Una mueca de desdén se petrificó en su rostro y sus ojos, ya sin brillo, sólo reflejaban un alma vacía y cansada.
Así fue como le encontré un día en El Búho que lee, tomando un café mientras leía, absorto las últimas páginas de un libro –una novela de fantasía, creo recordar. Me llamó la atención, más que su presencia, su “ausencia”. Estaba allí y no estaba en ningún lado. Al mirarlo, me quedé turbado: el viejo J. era claramente menos que un hombre, pero, por cierto, más que un fantasma. Allí estaba ese ser común y corriente, con pantalones grises y camisa blanca algo arrugada, con un pocillo de café a medio terminar a un costado de la mesita, recostado sobre el respaldo de la vieja silla y sosteniendo su libro completamente abstraído. Hasta ahí nada extraordinario, nada fuera de lugar, excepto… Excepto que J. había renunciado al mundo.
Dudé, pero finalmente me decidí. Me acerqué con cuidado y el mayor de los respetos; con la culpa de quien interrumpe un momento sagrado, con la seguridad de estar invadiendo la intimidad de quien, a juzgar por la intensidad de su mirada, clavada en aquellas páginas, estaba cabalgando a lomos de un dragón en la más épica y definitiva de las batallas que haya librado alguna vez la Humanidad.
–“J…”, murmuré sin convicción- «¿sos vos, no?” pregunté sintiéndome un estúpido. J. me miró por sobre sus anteojos y durante un interminable par de segundos, me pareció que había cometido el peor de los errores. Durante la eternidad contenida en ese breve tiempo, sentí que estaba frente a un descortés desconocido al que había arruinado su día, o ante una divinidad camuflada que me fulminaría en ese preciso instante.
Pero al segundo siguiente, J. -indudablemente era él- ablandó la mirada y, como si hubiera necesitado un tiempo para reajustarse a la realidad, me devolvió un “¡hola!, ¿qué tal? ¿cómo estás?”. Durante la siguiente hora, J. desgranó ante mí su historia y me contó de su decisión irrevocable e impecable de abandonar el mundo.
2. La renuncia
He aquí la historia:
– “Siempre creímos y nos convencimos– comenzó sin preámbulo, mientras jugueteaba con su bigote, blanqueado por el tiempo y amarilleado por el tabaco de tantos insomnios- que la vida es una sucesión de elecciones, de decisiones que tomamos a cada paso y que de ellas depende nuestra buena o mala fortuna. Pero la trampa gigante, absoluta y definitiva es que no nos percatamos que tales decisiones llevan implícitas enormes renunciamientos, casi siempre dolorosos e implacablemente inevitables, que aceptamos sin chistar, como si fuese lo más natural de la vida.
“El primer gran renunciamiento que recuerdo-prosiguió- fue hace casi medio siglo, cuando decidí que aquel ofrecimiento de ingresar en la planilla general de empleados del Banco de Créditos Municipal era un virtual guiño del destino, para empezar a forjar un rutilante y próspero porvenir. Era tocar el cielo con las manos, al decir de familiares, amigos y envidiosos comedidos. Tal era la certeza de que aquella “Decisión” significaba mi boleto a la felicidad que ignoré por completo el “Renunciamiento” que venía en el mismo combo. Juro que no me di cuenta, P. -dijo en tono de súplica-Y tanto fue así que casi no me costó convencerme de que la fotografía era sólo un sueño juvenil que desaparecería con el acné; que siempre podría ser mi hobby de domingo; que, después de todo, era hora de madurar, de crecer, de progresar… ¡Tan joven y tan estúpido, no? O al menos, ingenuo, o pusilánime o… ¡qué se yo! Tal vez sólo era cuestión de inexperiencia.
Renuncié en un mismo momento a comprarme la Canon Reflex que me guiñaba el flash desde la vidriera de Lutz Ferrando y también a recorrer el mundo, con toda la vida por delante… Renuncié a un sueño al decidir comprarme aquel traje gris, que sería mi compañero de tantos años y tantas frustraciones.
“Un tiempo después, para seguir en el mismo derrotero, me casé, sin amor, con Angélica, para separarme, con culpa, un par de años más tarde. Y este par de decisiones “adultas, maduras y responsables, trajo pegadito un doble error no forzado: renuncié a buscar a la mujer de mi vida y renuncié a tener hijos”. Un largo silencio y una mirada al pocillo de café vacío parecieron infundirle el valor que necesitaba.
“Luego vino la oportunidad de emigrar a la capital, de cambiar de empleo, de respirar otros aires, de intentar una nueva vida. Pero una vez más, las decisiones implicaban renunciamientos. ¡Y claro que decidí! ¡Vaya si no renuncié! Renuncié a los colores y elegí puros tonos pasteles; decidí sobrevivir y renuncié a volar; se me fueron deshaciendo los días mientras elegía raíces y me olvidaba del cielo; renunciando al viento de las montañas, mientras me decidía por la tibieza de mis viejas frazadas. Decidí un desayuno liviano, midiendo calorías y renuncié al placer indecible de un atracón sin pecado. En definitiva, elegí morirme a fuego lento y renuncié a todo lo demás. Me ahogué en trivialidades y navegué sin perder de vista el faro. No me arriesgué nunca más allá del horizonte y no dudé, ni un segundo, cuando elegí construir mi mundo con cuatro paredes muy bien pintadas”.
Pero de pronto, el semblante de J. cambió. “Ay, querido P”. dijo aliviado, con un brillo nuevo en una mirada diferente. “Pero ¿sabes? ¡Me harté de renunciar!” abrió los brazos y levantando su cabeza y su voz, casi, casi, como en trance, repitió exultante: “¡¡Me harté!! al fin me di cuenta de la trampa. Esa ignominiosa ratonera de creer que en la elección está la libertad, que a fuerza de decisiones vamos construyendo nuestro futuro. Pero nunca nadie nos dijo nada sobre las renuncias… Y es que el Renunciamiento nunca tuvo el marketing de una Decisión. Vende más un sermón sobre el Libre Albedrío que una perorata de lo que pudimos ser y dejamos de hacer”.
“Y un buen día cualquiera, hace cosa de un mes, sentado en esta misma mesa o quizás en la plaza de la otra cuadra, caí en cuenta y resolví el misterio” anunció triunfante. ¡Sí, señor! El definitivo, último y decisivo secreto consiste en cortar con tantas decisiones, elecciones y renunciamientos” Ya no me corren más, ya no me asustan más. Y aunque no puedo volver el tiempo atrás, bien quisiera poder sopapear a aquel J. tan joven y tan… ¿ingenuo?“dudó. ¡Pero no puedo! Pero lo que sí puedo es dejar de perder el tiempo tratando, infructuosamente de hacer feliz a mis semejantes y de aportar mi granito de arena a un mundo que se desmorona. ¡Al diablo! ¡No quiero más ni tampoco puedo! Así que aquí me tienes, mi estimado amigo… retirado del mundo, sin tener que decidir ni renunciar a nada, nunca más. Feliz a mi modo, acompañado de dragones y de páginas llenas de magia y esperanza. ¡No le pertenezco al mundo así que, por favor, no me juzgues!
No volví a verlo desde aquella vez, hace tres meses, o un poco más y, la verdad, es que poco me acordaba de él y de aquel encuentro en el café. Pero esta mañana recibí una caja. Me la trajo una mujer que dijo ser la hija de una prima segunda de J. Mi amigo había fallecido hace 15 días y había dejado aquel paquete con mi nombre entre sus pertenencias.
La caja contenía un sobre y un libro que tenía el aspecto de un antiguo grimorio*. El sobre contenía un escueto mensaje, que sin embargo recordaré mientras viva: “Por favor, mi amigo, no caiga en la trampa: anímese y vuele!”
* libro de conocimiento mágico
3. Angélica
La conocía del barrio. La conocía de siempre. La conocía de memoria. Los Mirabal eran una institución en ese mundo de cuatro manzanas entrelazada por naranjos y entretejida por cotorreos al por mayor. Un mundo de fachadas desvencijadas en las que sobresalía el primoroso jardín de doña Úrsula, el almacén de don Miguel y la panadería de los Mirabal.
Angélica era la mayor de cuatro hijas y parecía que siempre había estado tras la caja registradora del negocio familiar. No se la solía ver lejos del aroma a pan recién horneado; tal vez en las misas dominicales y alguna que otra kermés de la parroquia. Había terminado el secundario y casi como por definición, extendió sus horarios en la panadería, colaborando con sus padres y postergando su futuro para más adelante. Todo normal, todo adecuado, todo como se esperaba que debía ser.
Angélica y J. pasaron de la niñez al deseo, sin solución de continuidad; sin misterio, sin arrebatos y sin rebeldía; fueron construyendo una relación con la meticulosidad de quien arregla la casa para recibir visitas; fueron cumpliendo los pasos del manual, igual que cuando se arma una estantería pre-ensamblada. No hubo oposición, pero tampoco opción. Tampoco hubo sorpresas, ni siquiera de las buenas. Ella era la heredera y él, la promesa. En cualquier caso, aquella relación previsible desembocó en vals, luna de miel en las sierras y cotidianeidad prematura.
J. se casó sin amor, tal vez porque nunca siquiera se lo planteó y Angélica llegó a ese matrimonio quizás, porque le estaba predestinado. Fueron, inevitablemente, pasando los días, las semanas y J. descubrió, de a poco, un mundo que comenzó a entusiasmarlo: la tímida desnudez de Angélica, el café de las mañanas, las camisas planchadas, las cenas esmeradas y el ritual del amor semanal. Casi sin querer, se fue descubriendo enamorado y casi sin querer se fue encadenando a una relación que lo contenía, lo aseguraba y, de un modo ordenado y aséptico, lo aislaba del exterior a la vez que adormecía su espíritu errante. Sin embargo, el amor de J. nunca enamoraría a Angélica. Era un amor devoto, agradecido y temeroso. El de J. era un amor que daba y no reclamaba, que cedía, resignaba sin protestar y nunca discutía. Estaba todo bien así, con sus rutinas y las noches que seguían a los días.
Pero ella esperaba más, mucho más… o al menos algo diferente. Angélica percibía que el amor implicaba arrebato, una dosis de locura y, aunque no llegaba a tenerlo del todo claro, temía haberse equivocado. Para ella, lo de J. se parecía a la indolencia, a la comodidad y hasta el desinterés. Cada día se alejaba más y le cerraba el corazón; las sonrisas, otrora cómplices y traviesas, se volvieron esporádicas y sin gracia. Angélica empezó a añorar lo que nunca había tenido y fue J., blandamente, quien aceptó su papel de hacedor de ajenas frustraciones.
Empezaron a desencontrarse mucho antes de saber que estaban irremediablemente perdidos. Y no fue por falta de ganas: es que no saber cómo… J. acumulaba insomnios mientras Angélica hilaba desvelos. Extraviados ambos en la misma cama transitaron, solitarios, laberintos infinitos, aturdidos por atronadores silencios, por caricias ausentes y por besos forzados. Batallaron sin cesar y fracasaron sin comprender.
Un atardecer caluroso de febrero, a poco más de dos años de casado, J. dejó definitivamente la casa. Con una única valija a cuestas y las esperanzas destrozadas.
4. El sueño
Afuera llueve sin pausa desde hace una semana, al menos. Una pátina húmeda y gris se instaló en la ventana y se descuelga, a modo de goteras, pintarrajeando la pared, otrora blanca, de la ruinosa habitación. Un tufillo a encierro y tabaco se condensa en esos escasos metros cuadrados que delimitan el exiguo territorio de su decepción. Sin embargo, es en el alma de J. donde no ha dejado de llover tristeza desde hace poco más de mes. Comienza a caer la tarde y, minuto a minuto, la melancolía ganará terreno, al albergue de la luz que se atenúa y de los contrastes que se relajan; J. quedará a la deriva, una tarde más, en un mar de retazos, de ausencias, de silencios. El reloj, impiadoso, lo acerca una vez más, al frío de una cama vacía, a la implacable condena de horas vacías que, quizás ajenas a su sufrimiento, lo arrojarán con desdén, en las garras de un nuevo día.
Se resiste a dejar su camastro, a arrojarse a su nueva vida, con decisión y valentía. Sigue prefiriendo, al menos hoy, una dosis de autocompasión. Con un último esfuerzo, rescata de su mesita de luz el libro, abierto en la página 184 que, con suerte, lo sumirá en un sopor que lo mantendrá, al menos por un par de horas, ausente. J. no necesita nada más. Al menos no por hoy…
“Rocamora y Anvahar son las dos aldeas más australes de la Comarca del Fin del Mundo, olvidadas por reyes y por dioses. Están unidas por la Vía del Hielo, un desolador camino de rueda y herradura que delimita por el norte los yermos e inundables bajíos con que el continente cede ante las negras aguas del Mar de los Tres Remos”.
J. se quedó dormido y soñó con una bruma que se levantaba, con un amanecer diferente y con un nuevo estandarte que ondeaba en un horizonte renovado. J. se sumió en la mayor de las aventuras, entre sábanas humedecidas por la fiebre y dragones que adoptaban la forma de almohadas desgarradas… J. fue capaz de realizar las hazañas más intrépidas y rescatar a Angélica de los más terribles y nefastos destinos; navegó junto a las Furias y derrotó a Almergo en su propio mundo; recorrió palmo a palmo cada uno de los Siete Mundos y su nombre fue sinónimo de Victoria; no hubo posada en la que no se entonaran odas a su nombre, ni mortal que no temiera su llegada.
Vinieron, finalmente, los años oscuros, en los que los hombres callaron y los nombres dejaron de tener significado; los años en los que la magia fue desterrada y los elfos confinados a los Bosques Errantes. Llegó el Olvido, la Manto que Nada Recuerda se extendió por los Nueve Condados y no hubo un sólo recuerdo que pudiera ser rescatado. Llegaron las Edades Nuevas, con los Dioses Protectores y su Nueva Proclama. Nuevos soles, nuevos mares y continentes fueron creados, a semejanza de nuevas promesas y nuevos horizontes. Es ésta esa Nueva Edad, en la que nacemos, soñamos, nos apareamos y morimos, creyendo que somos lo que somos; convencidos que no hay magia disimulada en nuestra sangre ni fortaleza oculta en nuestra mediocridad. No somos capaces de imaginarnos quienes realmente somos, perdidos como estamos en nuestra propia mortalidad. Somos incapaces de alzarnos contra nuestra propia conciencia, de redimirnos, de renacer.
En el barrio no supimos nada más de J. durante años y yo, personalmente, no lo vi nunca más hasta aquella tarde en que lo encontré en El Ateneo. Bien podría haber muerto aquella noche y este ser casi incorpóreo con el que tomé un café, podría haber sido apenas un fantasma. Nunca lo sabré con certeza, en realidad, pero pocas dudas me quedaron cuando, un tiempo después, en esa lluviosa tarde de verano, tomé en mis manos el libro que me regaló el viejo J.
Al principio me pareció sólo un buen libro más de fantasía y aventuras. Rufus, un antihéroe medieval cuya fama se acrecentaba a fuerza de proezas y valor se transformaba, en contra de su voluntad, en la esperanza de un pueblo oprimido por las malas artes de dioses malévolos y patriarcas corruptos.
Sin embargo, ya cerca del final, la historia comienza a variar de temática y a tornarse -de algún modo- más familiar, más cercano y contemporáneo. Casi imperceptiblemente, Rufus va adquiriendo una tonalidad más terrenal y sus aventuras, podrían bien haberse desarrollado en el Parque Lezama. Tal vez, por las anotaciones en los márgenes o vaya a saber por qué, pero ese Rufus inmortal e invencible fue transformándose, página tras página en un héroe de barrio… Ese libro relataba, para quien supiera leerlo, las aventuras de nuestro casi derrotado J.
Hoy sé que J. no murió. Sé positivamente que habita en las páginas de algunos de los innumerables ejemplares que descansan en los anaqueles de la vieja Biblioteca Municipal, en la que J. supo ampararse de las inclemencias mundanas y adonde yo mismo vengo cada noche, en búsqueda de sus aventuras y con la esperanza de desandar sus años de renunciamiento.