Por José Pablo López
«Tejiendo sueños»
Aún sigue siendo un misterio el tiempo que pasé en la aldea de Elcazar, Lo cierto es que viví dos tiempos simultáneos y divergentes.
Envejecí al lado de Elcazar y fui aprendiendo mi nuevo nombre a la par que descubrí los secretos trazados en las siluetas de las montañas y el sutil pero permanente susurro del espíritu del viento y los recuerdos hilvanados en las geografías y el canto de los ríos.
Cada noche me dormía persiguiendo estrellas y tejía sueños que se me fueron adhiriendo, como abalorios, del lado más profundo de mi alma; cada mañana despertaba con la absoluta convicción que se me iban cayendo certezas viejas y prejuicios perniciosos, como si fuera un coyuyo que muda su piel y la remplazaba con un nuevo conocimiento, un saber esencial, universal que había estado adormecido en una vida sosa y monocromática.
Quizás pasaron cientos de años, o de yets, como ellos los llamaban, durante los cuales emprendí viajes fascinantes y desandé caminos impredecibles; conocí a seres tan disímiles como los turris, que viven bajo las montañas y se alimentan de néctar que nacen de las rocas en los años bisiestos y los mon-mon, que nacen con la luna nueva y mueren sin ver el sol.
Aprendí a perder a un juego de guijarros cuyas reglas cambian sin ningún sentido, pero también a ganar, en el mismo juego, el corazón de mis amigos. Me enamoré y me desilusioné tantas veces como defraudé y cultivé el perdón a mí mismo que es, algunas veces más importante que aceptar y perdonar a los demás.
Participé de extraños rituales de los que apenas sí recuerdo su comienzo y formé parte de ejércitos enardecidos que empezaban una guerra con los primeros torbellinos del alba para culminar, cuando la luna asomaba en los prados, en una fiesta desmesurada en la que se resolvían los peores entuertos al son de cantares disonantes alrededor de fuegos crepitantes y arbustos que jadeaban distantes.
Fueron años de mirar para adentro y abandonar los afuera, de guarnecerme en sentimientos que florecían como manantiales, de encontrarme y descubrirme, de reconocer mis cobardías, mis desalientos y mis renuncias; de enfrentar mis miedos y oponerles resistencias; pero también de aceptar mis valentías, mis virtudes y mi fuerza; de reconocer que soy un hombre, un gnomo, un duende y un bandolero y aprendía a vivir con todos ellos en armonía.
«Cultivé el perdón a mí mismo que es, algunas veces más importante que aceptar y perdonar a los demás»
Pero llegó el tiempo de mi despedida. Una mañana brumosa como pocas, desperté al lado de Elcanor, quien sin muchos rodeos me anunció que aquel sería mi último día en la aldea y que antes que la luna asomara sobre el horizonte despertaría en mi antiguo Universo.
Las agujas del kurisk habrían avanzado hasta encontrarse todas ellas en la marca de la luna y eso significaba el final de mi tiempo con ellos.
No hubo tristeza en su voz, ni melancolía en mi corazón. Había aprendido, entre tantas cosas, que todo tiene su tiempo, que existe un destino irrevocable y que formamos parte de un ciclo único que nos hermana.
A partir de la próxima luna, Elcanor y mis hermanos aldeanos pasarían a formar parte de mis recuerdos, los más vívidos, intensos y queribles, pero recuerdos al fin. Sin embargo, una gran parte de mí quedaría con ellos y lo más esencial de sus corazones me acompañaría en el resto de mi camino.
Desperté, tirado en el cauce del río, con el sol sobre mi cabeza y un intenso dolor de cabeza que me causaba naúseas y hacía girar el mundo a mi alrededor.
A duras penas conseguí sentarme y me alarmé al comprobar que tenía sangre en la mano que provenía de mi cabeza. A los tumbos, empecé a caminar en dirección a mi casa mientras que un calor insoportable impregnaba el aire.
Apenas recuerdo llegar con el último aliento y tirarme en la cama, con la garganta reseca y un zumbido incesante que me perforaba el cerebro. Debí haber dormido el resto del día y de la noche.
Cuando desperté, finalmente miré el reloj, instintivamente y vi que eran las 2 AM, prácticamente la hora en que había salido de la taberna la noche de la niebla extraña. Aún tardé unos minutos en comprobar que se trataba de la misma fecha, además de la misma hora.
– “¡Que sueño extraño!” -me dije apenas antes de dormirme de nuevo.
Recién cuando el sol del nuevo día entró por la ventana y desperté esperando encontrarme con Elcanor, con el fastidioso Grunm o el viejo Melcher, que me convidaba su tabaco rancio cada mañana, tuve la absoluta certeza que no había soñado y que mi Nueva Vida, había recomenzado.
Había regresado a esta orilla del río.
– ¡Ey, Juan! – gritaba el Chueco desde la tranquera-
– ¿Te quedaste dormido? ¡Se nos está haciendo tarde y los animales no se alimentarán solos, che!
FIN
Sobre el autor: José Pablo López, 57 años, Doctor en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.