Por José Pablo López
«Mikos, el guardián del tiempo»
Quizás, de todos los misterios de la aldea de Elcanor, el que más me llamó la atención, y del que nunca dejé de asombrarme, es el de Mikos, el guardián del tiempo.
Una de las tranquilas madrugadas de la quebrada, me levanté soñoliento, aún con la resaca a cuestas y arrepintiéndome de esas últimas copas de agua miel de la noche anterior, cuando vi bajando de la ladera oriental a un personaje de lo más extraño -en el caso que existiera algo normal en la aldea.
Un gnomo de estatura levemente mayor a la estándar de mis compañeros, bastante más delgado que todos ellos y de vestimenta algo estrafalaria.
Se destacaba su larga y fina barba blanca, que llegaba casi a la cintura y un sombrero de copa, bastante desvencijado, que parecía recordar alguna época de pasado esplendor; un chaleco gris y raído que, sin embargo, imponía elegancia y combinaba con unos pantalones negros y un par de zapatones absolutamente estropeados.
Llevaba consigo un maletín, que abrazaba con ahínco y estuvo a punto de dejar caer en dos oportunidades antes de terminar su descenso.
Cuando me vio, no pareció sorprenderse y avanzó hacia donde yo estaba, completamente absorto en esa figura extraña que se acercaba con pasos apurados y una seriedad a la que no estaba acostumbrado.
Sus ojos, unas diminutas rajas apenas reconocibles en su cara alargada y seria, me escudriñaron en silencio y, sólo cuando pareció convencerse de mi mansedumbre, ensayó una amplia sonrisa al tiempo que se presentaba con cierta solemnidad:
– “Buenos días, caballero. Mi nombre es Mikos, el Guardián del Tiempo y, si no estoy muy equivocado, usted es el invitado de Elcanor”.
Apresuré a estrechar su mano tendida ante mí:
– “Así es, Excelentísimo Sr., mi nombre es Elcazar y es un placer conocerlo”,
Respondí ajustándome a las formas que había aprendido durante mi estadía, a la vez que reparaba en una gruesa cadena de oro que se perdía en uno de los diminutos bolsillos del chaleco y que supuse, a raíz del título que ostentaba el recién llegado -como comprobé más tarde- se unía a un reloj, cuyas características singulares no tardaría en asombrarme.
Estábamos aún saludándonos cuando llegó Elcanor, acompañado por los más viejos de la aldea y celebraron alborozadamente la llegada de Mikos; el resto de la jornada, aunque no descuidaron sus tareas habituales, toda la aldea estuvo convulsionada y la llegada de la noche marcó el punto máximo de la celebración, en el que no faltaron las risas, las bromas y el aguamiel en exceso.
En algún punto indefinido, entre la cena y el amanecer, tuve la oportunidad de charlar más relajadamente con Mikos, quien intentó desburrarme e instruirme acerca de la medición del tiempo en este Universo extraño y fascinante, haciendo un enorme esfuerzo por establecer algún paralelismo con el tiempo de los humanos, de modo que yo pudiera aprehender un poco más de su civilización y su cosmovisión.
– “Nuestra vida transcurre en una sucesión de yets, que se definen por el paso de las distintas estaciones marcadas por las épocas de siembras y cosechas, que a su vez están regidas por el tránsito armonioso de la luna, en cada uno de los ochos firmamentos”.
– “Los días -cuyo término equivalente no pude retener- en cambio, están marcados por el itinerario caótico de los dos soles, Naith y Viajero”.
En ese momento, con un ademán casual, extrajo el reloj de cadena de su bolsillo y para mi sorpresa, apenas estuvo fuera del chaleco se agrandó, instantáneamente, adquiriendo una dimensión casi del tamaño de Mikos, quien, sin embargo, lo manejaba diestramente.
Me contó que el kurish tenía nueve agujas, de variados espesores, longitudes y colores que, a su vez, marchaban a diferentes velocidades, al estilo de las agujas horaria, minutera y segundera, de nuestros relojes.
Como si esto fuera poco, el kurish tenía aún más peculiaridades, como que las agujas a veces corrían en sentido horario y otras veces en sentido contrario o que una misma manecilla podía correr a distintas velocidades.
Era lógico que el manejo de tal artefacto estuviera restringido a unos pocos guardianes del tiempo, Mikos era uno de los siete encargados de mantener el equilibrio del Universo de los Gnomos y su visita a nuestra aldea tenía que ver con esa tarea y, por supuesto, a mi presencia en ella.
– “Las agujas, cuya lógica de movimiento parece ilusoria, responde, en realidad -continuaba ilustrándome Mikos- a una precisión que no debemos descuidar ni por un instante.
– Hay momentos trascendentales a lo largo de nuestra historia, estimado Elcanor, y algunos de ellos tienen lugar cuando las nueve agujas coinciden, todas ellas, en algún punto de la circunferencia del reloj: Es entonces cuando dos o más Universos se superponen temporal y físicamente y, si se dan las circunstancias, un caminante de tu mundo puede toparse, al caminar por estas quebradas, con el ajetreo de una aldea -y señaló, con un ademán ampuloso, el área donde se desperdigaban pequeñas fogatas que continuaban con los festejos.
– Ese instante de superposición puede ser tan breve que el humano ni siquiera se percate de ello o puede extenderse hasta provocar la locura o la ceguera en el desprevenido caminante”.
– ¿Eso me pasó a mí? -pregunté azorado
– ¿Acaso estoy loco? Porque ya llevo acá varios meses o quizás años, no lo sé con certeza…
– No estás loco, querido Elcazar -me tranquilizó Elcanor, que se unió a la charla.
– Y tampoco estoy seguro cuánto tiempo llevas con nosotros. Ese es uno de los motivos de la visita de Mikos.
– Efectivamente, Elcazar, tu eres un invitado muy especial -continuó el guardián
– Tu llegaste a la aldea en el preciso instante en que todas las agujas se conjugaron en la marca de la estrella -y me enseñó el punto de la circunferencia del kurish, que correspondería a las 12 en nuestros relojes.
– “Pero además, los dos soles y la luna estaban perfectamente alineados en el firmamento y tú estabas tendido en la Piedra del Sacrificio. Nada puede ser menos casual que tu presencia entre nosotros. Así lo entendimos los Guardianes del Tiempo y por ello se me encomendó continuar con tu despertar”.
Mikos se quedó en la aldea un tiempo más y aunque nunca me contó qué llevaba en su maletín, se transformó en mi mentor y llegué a apreciarlo tanto que lamenté intensamente cuando una mañana, simplemente se había marchado.
Sobre el autor: José Pablo López, 57 años, Doctor en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.