«La otra orilla del río» – Cap. 4: «La Aldea»

Por José Pablo López

«La Aldea»

Elcanor y su gente vivían en una aldea, o algo parecido a ella: casuchas de adobe y paja, de techos bajos y abovedados, con una tosca abertura de entrada y sin ventanas se desperdigaban, asentadas sobre las laderas de la montaña, separadas unas de otras y siempre al pie de pegadas a la montaña, asentadas cubriendo los rellanos en una zona donde el río serpenteaba con una curva amplia y apacible.

Una choza para cada familia, separadas unas de otras y siempre al pie de una queñua. “El qiwiña es el alma del hogar” decían orgullosos: árbol y casa constituían una unidad indivisible, en realidad como cada ser vivo e inanimado de ese rincón del Universo.

Retamos y jarillas salpicaban el paisaje agreste y el arrullo de ventiscas caprichosas se mezclaban con el infinito canturrear de las aguas transparentes del río. Algún trino esporádico agregaba armonía a ese paisaje encantado escondido de miradas indiscretas de los humanos.

Elcanor, me acompañaba los primeros días mostrándome todo y enseñándome cada costumbre y cada secreto de los aldeanos con paciencia de maestro y amor de padre.

Por él supe que los soles que recorrían el firmamento se llamaban Naith y Viajero y que yo era el primer intruso que los visitaba en los todos los yets -unidad de tiempo equivalente a aproximadamente tres años humanos- que llevaban registrados en el Libro de los Tiempos.

Me contó que, aunque compartían con los humanos el mismo espacio físico, ningún intruso -como nos llamaban- podían verlos porque habitaban un Universo diferente, desfasados ambos y condenados a no encontrarse jamás.

Excepto… como en mi caso, que hubiera estado acostado sobre su piedra ceremonial en el preciso instante en que los soles se eclipsaban entre sí, algo que había ocurrido sólo dos veces durante la larga vida de mi protector.

Para otros caminantes, los duendes, sus chozas y su vida diaria permanecían ocultas a sus sentidos.

Alguna vez, algún travieso niño-duende se asomaba desde detrás de un arbusto o en una saliente de la montaña y les arrojaba piedrecillas o tal vez, los chistaba, sólo para divertirse con la cara de susto de los desprevenidos extranjeros y con la velocidad con que se alejaban del lugar.

Claro que después venían los retos y los castigos, pero bien valía la pena ese coscorrón.

Con el tiempo aprendí más cosas y me hice amigo muchos de estos entrañables seres de profundos ojos negros y de sonrisa pronta.

La salida de Naith encontraba a las mujeres prodigándose en las mil tareas cotidianas que iban desde recoger incayuyo, poleo y otras tantas yerbas hasta lavar ropa y enseres a la orilla de río; sus voces de mil colores se perdían por la quebrada salpicando el correr del río cantarín y las risas generosas y francas convocaban al mismo paraíso.

…y a llorar, amarga pero resignadamente, cuando reclamaba una vida, como ofrenda.

Y cuando Viajero recortaba el perfil del cerro, las mujeres se dirigían hacia las huertas comunitarias donde, pasarían el resto de la interminable jornada mientras los hombres partían a sus tareas de mineros, cargando martillos y cinceles, con sus altos sombreros de punta y arrastrando enormes alforjas, perdiéndose por el cauce del río y d donde recién volverían entrada la noche, cuando su infinita guirnalda de estrellas les enseñara el camino.

Vozarrones eufóricos y risotadas intensas avisaban que habían tenido un buen jornal. Volvían con sus alforjas cargadas de granates y estaurolitas que arrancaban de la montaña y que, una vez por yets, durante la Fiesta del Reencuentro, intercambiarían con productos que otras aldeas de la región.

Durante el día podía recorrer la aldea libremente, colaboraba con las mujeres en las tareas de la huerta. Mi presencia era siempre bien acogida y si bien era obvio que cuchicheaban a mis espaldas nunca me molestó y más bien me resultaba divertido.

De esas labores trabé amistad con alguna de ellas y frecuentemente me invitaban a compartir su mesa en los frugales almuerzos o en las abundantes cenas familiares.

Negarme hubiera significado una ofensa y a la vez una estupidez de mi parte pues sea lo que sea que cocinaran eran siempre manjares apetitosos de sabores exóticos y colores llamativos.

Con ellas aprendí las claves de un sembradío exitoso, oraciones que ahuyentan malos designios y enigmáticas danzas para buenos presagios. Llegué a llamarlas a cada uno por sus nombres y con el correr de los años fui parte de cada una de sus familias.

Tal es su modo, tal es su espíritu y tal su evangelio.

Otras veces acompañé a los hombres y otras tantas me arrepentí. Intenté seguirles el paso, pero sólo conseguía demorarlos; traté de subir la montaña y alcanzar las minas pero no fueron pocas las veces que una mano salvadora impidió, en el último momento, que me cayera desde una saliente del cerro al fondo de la quebrada.

Y las pocas veces que llegué a la zona de extracción no conseguía recuperar el aliento ni para dar un sólo golpe de martillo.

Sin embargo, allí estaban mis duendes amigos, con su sonrisa imperturbable y su camaradería infinitamente generosa.

Con ellos aprendí a dar gracias a la montaña, a pedir permiso para tomar lo que por derecho natural le pertenecía y a llorar, amarga pero resignadamente, cuando reclamaba una vida, como ofrenda.

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Sobre el autorJosé Pablo López, 57 años, Doctor en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.

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