Por José Pablo López
Eva levantó la hoja que se destacaba sobre la mesa del living, reconoció la letra de su esposo en esas pocas líneas escritas apresuradamente y presintió, inmediatamente, que era una despedida; sintió encogerse su corazón y al mismo tiempo tuvo una certeza absoluta que apenas pudo expresar aturdida: “fue el bosque” y corrió, instintivamente, a cerrar la ventana.
Pero antes de alcanzarla, una ráfaga, violenta y fría, le golpeó la cara inmovilizándola, como si unas ataduras invisibles le impidieran avanzar.
Resignada, en esos minutos, quizás segundos, tal vez horas, en que estuvo prisionera de esa fuerza invisible que, por algún motivo desconocido no temía, solo atinó a repasar mentalmente, una y otra vez, la escueta despedida de su marido:
“Perdóname Eva que me vaya así, de improviso y que esta carta sea la única despedida. Llevo prisa, ya casi no tengo tiempo. Sólo importas vos y las niñas. No me olvides. Te amo”.
Eva escuchó, durante ese instante infinito, un rumor que le llegaba nítido, desde algún rincón de la casa. Un bisbeo que, sin embargo, le resultaba dolorosamente tardío:
“Pero es que te pedí que no me dejaras solo Eva; que no te fueras a lo de tu madre con las nenas justo este fin de semana. Te supliqué que no me dejaras solo en esta enorme casa durante el solsticio.
Sé que nunca me creíste del todo y quizás por eso te fuiste igual, dejándome en esta desolación absurda, con todo ese bosque acechando y relamiéndose por la oportunidad. El bosque me odia, te dije, te reivindica suya en cada fronda, en cada rama y cada noche. Siempre fui un extraño, un intruso, un forastero”.
Debes recordar mi amor, que al poco de instalarnos, te rogué marcharnos, te dije que el bosque no era un buen lugar para nosotros. Un medio elfo como yo, que violó todos los acuerdos entre nuestros mundos para estar contigo, no sería nunca bienvenido en el Bosque del Pacto.
Recuerdo tu risa divertida, y que te desnudaste para distraerme. ¡Y me distraje, claro! Todo me parecía baladí, fuera de tu piel y tus besos.
Pasaron los siete años establecidos en el Código Único y llegó, impiadoso como el destino, el tiempo del reclamo, del ojo por ojo. Intenté tantas veces convencerte de que con Lo Escrito no se juega, pero vos solo reías y te desnudabas.
Y me convencías… Los días se fueron desgranando y fuimos construyendo sueños de madreselva y llegaron las niñas. Y con ellas llegó la esperanza de que hubiera algún tipo de perdón, al influjo de sus risas.
Pero anoche vino a buscarme, ese pérfido bosque que no consiguió olvidarte y, envalentonado por tu ausencia, se coló por las ventanas y por cada rendija mal cerrada; me despertó con artes de amante despechado: primero fueron ruidos sordos y más tarde un silencio ignominioso; la luna alargaba sus sombras, con indisimulada malicia; hasta el viento era su aliado y escondía mis gritos entre los murmullos de fresnos inquietos.
Me escondí en el altillo, pero solo conseguí enfurecerlo, y al fin me descubrió de madrugada. Me azotó con rosarios de maldiciones durante horas, que parecieron años. Me acusó de ladrón, de traidor y renegado y me hubiera matado en ese instante, para continuar luego con quien pudiera recordar que he existido.
Sólo atiné a exigir que me fuera otorgado el Derecho de Olvido. El cual me concedieron a regañadientes y me conminaron a aceptar la infame condición que me impuso, victoriosa, la ultrajada floresta: marcharme antes del cenit y perderme, para siempre, en la bruma de los tiempos”.
Eva, ya liberada del hechizo que la sujetaba, pasó sus dedos sobre la firma estampada, se enjugó el llanto y llamó a las niñas, que acudieron rauda e inocentemente. Y así fue como la casa del bosque se quedó sin risas, sin desnudez y en silencio.
Sobre el autor: José Pablo López, 56 años, Dr. en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.