Irene

Por José Pablo López

Son las 3 a.m. y el insomnio, invicto, desde hace más noches de las que soy capaz de reconocer, me fuerza a levantarme. El calor agobiante y húmedo de mi habitación me incita a escapar de esa trampa horizontal, que debiera velar por mi descanso.

La puerta de mi casa se transforma, con solo girar la llave, en un impensado portal que me libera, me transporta y me invita.

Entrecierro mis ojos y me entrego, mansamente, a un frescor liberador e indecente que, al abrigo de la noche silenciosa y abandonada, me lleva, casi en trance, por corredores que no existen durante el día, pasillos que no esperaba encontrar y sin embargo conozco, tal vez de otros insomnios

De pronto, camino por el Pasaje de los Cipreses donde un remolino de hojarasca y viento juega remolón a mi paso, como saludándome, quizás dándome alguna bienvenida.

En el instante siguiente, me desperezo sonoramente en un banco de la plaza, en la Pérgola de los Inmigrantes, donde seguramente un par de horas atrás, alguna parejita se prodigaba arrumacos a puros arrebatos.

Y ahora me veo reflejado en el viejo canal, apoyado en la baranda del puente decrépito, que se resiste al paso de los años, con la misma tozudez con la que los años se empeñan en destruirlo.

Sea donde sea que me encuentre a estas horas de la noche y de mi vida (tal vez sean lo mismo), apenas puedo divagar para resistir a la desesperanza.

Quién sabe… tal vez sólo seamos una bruma sin tiempo, agobiados hasta la desesperación por nimiedades sin sustancia, sin más entidad, que el oscuro vacío de la más anónima de las noches; por ejemplo, de esta misma noche.

Una penumbra de colores olvidados intenta cada tanto, sin lograrlo, ponerle pasión a una vida que se extingue sin mayores logros que haber hecho de la duda una virtud y de no haber seguido a falsos profetas.

Tan sólo quedan en mí tenues brillos de alegrías efímeras, quizás inventadas -y sin dudas maquilladas-, destellos de infames agonías que multiplican letanías: todos igualados por el rasero del tiempo, asistiendo impávidos al final de los días.

Abstraído en estos pensamientos deambulaba por caminos infrecuentes, al amparo de un cielo indiferente, cuando me encontré con Irene, más bien con los ojos de Irene.

No la vi llegar y es que quizás, no llegó: tal vez ya estaba ahí, esperándome, me ilusioné. Hermosa y frágil como siempre, con su perfil contorneado por la pálida luz de la luna y arropada de misterio y de azahares, levantó la vista y me miró.

Sólo eso: con su mirada cálida y de dulzura infinita, tal cual la recordaba. Y cada una de las desolaciones, todos y cada uno de los desamparos, simplemente se disiparon.

Unos ojos claros, de un verde indefinido, me sonreían otra vez, de ese modo que sólo sonríen los ojos de la mujer que esperas.

Eso que sientes es, en parte cierto – me dijo, casi susurrando, como escondiendo su voz en la ventisca. Y no hicieron falta más palabras, algo en ella hacía que todo fuera posible, inclusive que no me importara transponer el difuso límite entre los sueños y la locura.

En ese momento, infinito y eterno, supe que ya no me separaría de Irene por el resto de mi vida, o hasta el final de mis insomnios, que es casi lo mismo. La necesitaría para descubrir la salida de este pozo profundo y triste en que me había sumido, para que me guiara como un Virgilio personal, a través del Infierno.

En parte es cierto -continuó- pero ahora que nos volvimos a encontrar, seremos los creadores de destinos y de dioses.

Lejos de los aciago días en que mendigaba cariño, gerenciaba excesos o regateaba urgencias, con Irene empecé a urdir placeres que desconocía y que tal vez, ella invocaba sólo para mí.

Comencé a esperar la llegada de la noche con inusitada ansiedad, a invocar al insomnio con la misma desesperación con la que antes procuraba ahuyentarlo.

Los días se volvieron vacíos, inhóspitos; las horas languidecían, ociosas y el atardecer era un horizonte cada vez más distante.

Poco a poco me fue más difícil, más fatigoso, levantarme cada mañana y concentrarme en el trabajo; alimentarme me resultó intolerable y hasta dejé de asearme: de todos modos, siempre llegaría a mi cita puntual e impecable.

Cada noche me costaba más despedirme de Irene, llegué a odiar la madrugada. Los bosques enmarañados compartían sus secretos y antiguos senderos se abrían a nuestros pies, ofreciendo promesas refulgentes.

En uno de esos paseos de horas difusas y destinos inciertos, descubrí que de pronto mis ojos miraban sólo a través de los suyos y que mi corazón latía sólo porque el de ella palpitaba; abandoné las palabras, pues con nuestros silencios me alcanzaba y una noche de tantas, tuve la seguridad que Irene era la dueña de mi alma.

Y así, casi sin darme cuenta, me fui despidiendo de la vigilia, que me atenazaba a una realidad lejana.

Algunos dijeron que me fui volviendo loco y otros hasta me diagnosticaron depresión por melancolía… Lo que no saben, pobres y lúcidos mortales, es que, abrazado a mi amada, me fui desvaneciendo poco a poco, un trazo cada mañana, hasta que ya de mí no quedó nada, en esos huesos fríos, sobre sábanas blancas.

Sobre el autorJosé Pablo López, 57 años, Doctor en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.

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