Por José López
El visitante llegó con los primeros fríos. Tal vez atraído por el olorcito seductor del pan recién horneado o quizás simplemente buscando un refugio cálido que lo resguardara del frío blanco e inhóspito que ya se adivinaba en la escasa y pálida luz que atravesaba tímidamente el follaje perenne de los pinos en lapsos cada vez más breves de día.
Llegó al atardecer, camuflado entre sombras cómplices que desviaban la mirada, deslizándose con la cautela de un ladrón y la decisión de un amante. Nadie lo esperaba y, en rigor, de verdad nadie se acordaba siquiera de que alguna vez hubiera existido.
Y es que pasó tanto tiempo desde la última vez que estuvo rondando la aldea y además, no era un personaje de dejar gratos recuerdos a su paso. Y el dolor que lo acompaña suele demorar demasiadas lunas en remitir y nunca lo hace del todo tampoco.
Tanto fue la congoja de aquella última vez que soles y dioses nuevos se conjuraron para echar suertes y forjar los Nuevos Acuerdos; presagios más venturosos trajeron la calma a espíritus exaltados a la vez que templaron corazones débiles.
Dioses acomodaticios sembraron, con esmero, esperanzas prometeicas y aguardaron, con paciencia, que florecieran beneficios mutuos, que no tardaron en hacerse realidad.
Los nuevos dioses vieron satisfechos que su labor era recompensada y cada año nuevo se renovaban las alianzas en templos colmados de alabanzas y se abarrotaban de fieles agradecidos y agraciados.
Y aunque con cada solsticio las cosechas menguaban y los silos, otrora henchidos de granos, ahora reverberaban presagios de hambruna.
Se multiplicaron las fiestas auspiciadas por heresiarcas y casi no hubo tiempo más que para brindis, convites y festejos.
Los tiempos buenos habían llegado para quedarse, decían y poco a poco la aldea olvidó de los años duros y de los dioses viejos.
Dejamos de asistir al templo antiguo, aquel cuyo anfitrión solo exigía ayunos y sacrificios, que apenas se satisfacía con trabajo duro, de sol a sol y nada parecía complacerlo.
Ese dios tacaño y angurriento que se quedaba con un diezmo de nuestro salario y cuyos acólitos, despreciables mercenarios, repartían graciosamente, entre pordioseros y miserables.
Pasaron tantos años de su última visita que su recuerdo quedó perdido en anaqueles cubiertos de polvo y ni siquiera era mencionado en la historias de los ancianos.
Convenía, después de todo, mantenerlo en el pasado y confiábamos en que algún tipo de magia lo mantuviera así, alejado.
Los tiempos de desenfreno y relajo, alegoría de los buenos años, nos invitaron, pérfidamente, a creer que al fin lo habíamos logrado y su prolongada ausencia era signo inequívoco que lo habíamos derrotado.
Pero no hubo silencio ni magia y ciertamente, no bastó con olvidarle.
Llegó una noche sin luna, con los primeros fríos y sin ser esperado. Envuelto en andrajos, con la pestilencia de los renegados y el rostro huesudo y filoso que lastimaba con solo mirarlo.
Lo atrajo quizás, una última ilusión de justicia o tal vez la inmisericorde certeza de que ya no habría lugar para la esperanza.
Creo que en realidad lo invocamos nosotros, con la soberbia de los poderosos y avaros, quienes no aprendimos que una bendición trae consigo una obligación y que los dioses nunca olvidan.
Volvió anoche, con los primeros fríos, en silencio y llamó a la primera puerta, la que da al camino del templete; ya casi amanece y está tocando la mía.
Pueden llamarla Muerte o Peste o como quieran. Quien sobreviva tendrá el derecho de llamarla como quiera.
Sobre el autor: José Pablo López, 56 años, Dr. en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.