Por José Pablo López
El General
El general apoyó sus puños sobre el mapa desplegado en la mesa que hacía las veces de escritorio de campaña. El agobio de su mirada trasuntaba un cansancio antiguo y su gesto vigoroso y altivo de otrora se había convertido en rictus parco y triste.
Analizaba una y otra vez las posibilidades, estudiaba todos y cada uno de los movimientos factibles y presagiaba, angustiado, toda eventual contingencia. Imaginaba despliegues y movimientos y hasta anticipaba situaciones improbables. No había victoria posible.
Había hecho caso omiso de cada una de las recomendaciones de sus oficiales y había acallado, con violencia toda voz que le contradijera. Imperturbable había ignorado cada uno de los augurios que le advertían y había desechado, con soberbia, las profecías que lo condenaban.
Faltaban pocas horas para el amanecer, pocas horas lo separaban del albur que quedaría registrado como la página más extraordinaria de la historia de su nación.
Cualquiera fuese el costo en vidas y lo caudalosos que corrieran los ríos de sangre que, con certeza, teñirían el valle que aún permanecía oculto por las sombras de la noche.
Sólo necesitaba poner un pie en la Sagrada Colina de Wei-Sun por un instante, un instante que sería recordado durante todos los infinitos y por cada alma que viera la luz del sol elevarse a lo largo y ancho de la vastedad del Imperio.
La Sagrada Colina donde los mortales se transforman en dioses y los dioses descastados regresan a la Tierra, a deambular eternamente.
Nada importaría que al caer el sol esa misma jornada se contara también entre las más dolorosas e infaustas de la historia de la humanidad. Todo lo valía ese instante de gloria supremo, todas y cada una de las vidas que se segarían ese día.
Pero al general no lo desvelaba el resultado de la contienda en el campo de batalla. Quizás los dioses también echaran suertes y, después de todo, no sería la primera vez que un capricho providencial o dados impredecibles decidieran alterar lo inmutable.
Al general lo embargaba otro cúmulo de sensaciones más urgentes, más atávicas y mucho más profanas. El general cerró los ojos.
El campesino
El joven Wu volvió, ya entrada la noche, a su hogar, una pobre casucha de barro y paja que al menos le proveía calor en invierno y refugio en la época de lluvias.
Lo esperaba la abuela Mei con un tazón de arroz hervido, su único sustento diario después de la dura jornada en el campo. Ese tazón de arroz, que a veces escondía un par de guisantes y más raramente, brotes de bambú era, junto al siempre cálido y amoroso silencio de su abuela, lo único agradable en la dura vida de Wu, el campesino.
Desconocía la historia de sus padres y hasta muchas veces se preguntaba, amargamente, si habían existido alguna vez. Pero siempre había estado su abuela, ella y sus sueños, que lo mantenían despierto cada noche. Wu no necesitaba nada más.
Y así transcurrían los días en la vida de Wu, uno tras otro, de sol a sol, verano tras verano.
Y, aunque el tiempo parecía haberse detenido en la aldea, reteniendo en la retina de sus habitante horizontes inmutables y paisajes olvidados en la monotonía cotidiana, el devenir de la vida continuó su curso y una noche cualquiera, fría y desapacible como ninguna, la abuela Mei ya no estuvo esperando al joven Wu, con su tazón de arroz y el calor de su silencio.
Ya nada retenía a Wu en la aldea y empezaba a cuestionarse si había algo que lo retenía en esta vida.
Desde que se había marchado, Wu deambuló por caminos polvorientos, codeándose con el hambre y toda clase de malandras, aprendiendo de ambos. Ninguna penuria era demasiada y ningún trabajo lo suficientemente arduo.
Wu soñaba con el día en que finalmente descubriría el camino que lo conduciría a cumplir su destino, aquel que lo mantenía despierto desde niño, a horcadas de vientos indómitos y bajo la protectora mirada de la luna llena.
Quizás fue por la determinación con que marchaba o tal vez por pura suerte, lo cierto es que se encontró formando parte de la soldadesca que participó de la más resonante victoria de la dinastía Han.
Y poco a poco, batalla tras batalla, Wu fue construyendo prestigio y notoriedad, lo que lo llevó a un rápido y merecido ascenso dentro del hermético y exclusivo cuerpo del ejército imperial.
Las consecuencias de tal ascenso no se hicieron esperar y no fueron pocas las maniobras en su contra que Wu tuvo que sortear, por parte de aquellos que se sentían relegados.
Intrigas en el generalato, originadas por celos y acuñadas con malas artes, competían con abrumadoras pesadillas que le vociferaban, en noches de sueños negros, vaticinios de oscuras profundidades, de llantos incesantes y de pesares inagotables.
Tantas veces se despertaba llorando y empapado en sudor, añorando aquellas noches cálidas en la aldea, en las que una porción de arroz y el silencio de abuela Mei era suficiente recompensa.
Por ello, cuando fue convocado para una nueva ofensiva militar, acudió presto y decidido y fue mayor su convicción cuando supo que participaría de la más grande contienda de la dinastía y que la victoria no sólo opacaría cualquier otro triunfo jamás alcanzado por cualquier Imperio anterior, sino que al fin cumpliría con su propio destino, aquel que se había forjado en la fragua de los dioses mientras conciliaba el sueño bajo el influjo de lejanas canciones tarareadas por abuela Mei.
Los aceros
El general Wu, finalmente, tomó su casco, como si fuera un talismán y salió de la tienda de campaña.
La tensa calma, previa a la contienda, reinaba sobre el campamento y una bruma incómoda se colaba por todos lados. El aire frío que le golpeó el rostro traía consigo al alba, que acudía raudamente, como portadora de malas nuevas.
Una vez más repasó con la mirada a las tiendas que pronto expulsarían, espasmódicamente, miles de hombres que acudirían a la batalla, con la certeza de que sería su última acción en este mundo y, por ello, su oportunidad de demostrar su honor y lealtad, a su Emperador, pero sobre todo a su General.
Soldados que confiaban en él, que sabían de sus orígenes y conocían de su derrotero. Hombres que habían acudido ciegamente y morirían por él, ciegamente. Y el general lo sabía, lo sentía en cada mirada que cruzaba y lo aceptaba con gratitud y orgullo.
Sin embargo, debido a su relativa juventud, la carga le pesaba demasiado y sus hombros cargaban con el peso de las muertes que vendrían con el amanecer. Pero la colina debía tomarse, no por el Emperador ni por la Dinastía, sino porque su destino así lo ordenaba.
Por ello había desechado presagios y había ignorado señales de dioses que seguramente temían verse opacados y se habían confabulado para impedir que se adueñase, aunque sea por un instante -quizás infinito- de la Colina Sagrada, donde los mortales se transforman en dioses y los dioses despliegan su majestuosidad.
El sol ascendió tras el horizonte y encontró al general al frente de su ejército, con la espada desenvainada y a punto de lanzar el ataque, un único, definitivo y final ataque que dejaría un ejército diezmado y un Imperio en ruinas, pero un lance con el que cumpliría el destino de honor y gloria con que la historia lo recordaría, aún después de que los últimos fuegos de la humanidad se hayan extinguido.
Comenzó una marcha lenta, al paso y poco a poco, mientras la distancia entre los ejércitos contendientes se reducía abruptamente, la carga se volvió frenética hasta el instante en que los primeros aceros chocaron.
Quizás fue ese primer roce o por el torbellino atronador del fragor de la batalla, pero uno de los dioses menores del Panteón apenas se sobresaltó con el barullo que provenía de la Tierra de los mortales para seguir luego, sin darle mayor importancia, con sus divinas actividades.
Ningún otro dios se percató de los sueños de Wu.
Sobre el autor: José Pablo López, 56 años, Dr. en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.