Por José Pablo López
1. Elcanor
Tal vez ésta sea sólo una historia más de gnomos, de magia y de renacimientos que se cuela a nuestro mundo a través de pequeñas rasgaduras de fantasías y locuras, o quizás apenas imprecisos relatos de borrachos magnificado por soledades y melancolías.
Lo único que puedo asegurar con certeza es que aquella noche nada parecía real; ni la bruma espesa, sabor caramelo, ni el atronador silencio que bullía desde cada rincón de aquel paisaje extraído de un cuento de Bierce.
Medio atontado por el exceso de cerveza aguada y la desbordante vocería de la taberna, salí al frío de la noche, anhelando un poco de soledad y disfrutando, de antemano, de la calidez de mi cama.
Sin embargo, en el instante que cerré la puerta y dejé atrás el jaleo del paisanaje tuve una extraña sensación, mezcla de desasosiego y ansiedad, y el vértigo de una ventisca fría y descarnada se coló por las costuras de mi abrigo, tan pesado como ineficaz y me invadió una imperceptible pero voraz certeza que mucho tiempo después asocié con la sutil seducción de una magia imposible.
“Es el alcohol” – pensé sin convicción, pero de un instante para otro me hallé en medio de un solitario camino de tierra que se perdía, serpenteando, en el espeso bosque que se descubría ante mí, como una invitación perentoria e indeclinable.
Un indisimulable aroma agrio y espeso lo envolvía todo y difuminaba los contornos. Di el primer paso, indeciso y temeroso, al que le siguieron otros cada vez más inseguros, pero a la vez, inexplicablemente resueltos.
La niebla se enseñoreaba de la noche, escondiendo las estrellas tras su opaco manto gris y sólo mi respiración recortaba un silencio espectral y poderoso.
Enfilé para el río, cuyo cauce debía cruzar para acortar el camino a casa, como solía hacerlo cada noche de tragos con mis compadres. En lugar de seguir el camino de tierra que cruzaba el pueblo, rodeaba la plaza y me depositaba mansamente en la entrada de la estancia, prefería encarar por la boca de la quebrada, que a esta altura del año traía tan poca agua que daba pena y me llevaba más rápidamente a mi cama, cruzando la alambrada y atravesando el sembradío.
A poco de andar, alcancé a divisar una tenue luz que titilaba débilmente en medio de la negrura espesa que atenazaba mi corazón.
Una danza crepitante, casi hipnótica de llamas azules y anaranjadas provenientes de un farol en medio de la nada, río arriba, por la quebrada deberían haber sido señal suficiente para escapar en sentido contrario, pero aquella noche mi voluntad no me pertenecía.
Y sin embargo, muchos años y muchas vidas debieron transcurrir para que finalmente comprendiera que nunca fui tan dueño de mí como aquella noche y que mi decisión de avanzar fue la única posible.
Pero no nos adelantemos…
Como si la noche, la niebla y el silencio que me oprimía fuera de por sí poco real, lo que presencié al acercarme a aquella luz fue y los acontecimientos que le siguieron serían imposible de explicar desde la cordura. Baste con decir que aquella fue la noche y aquellas las circunstancias en que conocí a Elcanor, el viejo, el gnomo.
Éste es el relato que intenta rescatar lo que viví durante los siguientes veinte años en su aldea.
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Sobre el autor: José Pablo López, 57 años, Doctor en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.