La luna
El grupo de raquíticos soldados recibió a Ergán con un pesado silencio que contrastaba con la alegría que les embargaba los corazones.
Por que el mar significaba la libertad, el regreso a una vida que habían dejado en pausa hacía tantos años; el mar simbolizaba una nueva oportunidad, seguramente la última.
Pero sus menguadas fuerzas los privaban de exteriorizar la alegría que inundaba sus corazones y se desbordaba en lágrimas secas que lastimaban sus ojos.
El general apretó con un fuerte abrazo a su experimentado lugarteniente y le dio las gracias en el callado idioma de quienes no necesitan palabras para comunicarse: había demasiadas historias de coraje y hermandad entre esos dos hombres que se fundían bajo el tenue resplandor de la noche.
Y mientras sus hombres se animaban a creer y cobraba ánimos para retomar la marcha, el general llamó a Ergán y le dio las últimas consignas: él debía encargarse del tramo final del camino.
Y luego, sin mediar más palabras, se alejó de aquel lastimoso conjunto de miserias y esperanzas que alguna vez había marchado orgulloso y victorioso en las avenidas principales de las más grandes urbes de aquellas tierras tan distantes de sus terruños.
Allá se dirigió el general, hacia el este, ante la mirada severa y respetuosa de quienes alguna vez se habían ufanado de servirlo.
Sabían que era una despedida y que debían acatar su última orden y voluntad y permanecieron firmes hasta que su jefe se perdió de vista. Fue como si las arenas se lo engulleran; sólo permanecieron sus huellas un tiempo más, hasta que una brisa caliente y fétida disolviera también los últimos rastros de su existencia.
El general había soportado la marcha más allá de sus posibilidades, mientras su vida se le iba escapando a través de viejas heridas que recorrían su cuerpo y laceraban su alma.
Y cuando tuvo la certeza que su ejército -sí, su ejército- finamente tendría una chance de sobrevivir, simplemente se marchó para embarcarse, en soledad, hacia el Estigia.
Caminó hacia el horizonte donde pronto aparecería la luna y, cuando ya no pudo dar un paso más, se dejó caer, primero de rodillas y luego lentamente, se recostó en la arena aún tibia.
Pronto, la luna ya no se reflejaría en sus ojos cansados y dirigió su mirada al este, donde tímidamente comenzaba a asomarse la majestuosidad de silene, esforzó la vista porque le pareció ver el diminuto contorno de su gata recortada sobre el círculo plateado que se alzaba lentamente y un instante más tarde, cuando expiraba su último aliento, le pareció ver una bruma, sutil e intangible, disolviendo a su Zihara y hasta le pareció reconocer los ojos verdes de una Atharti vengativa y complacida que se fundían en la luminosidad que comenzaba a dominar el desierto.
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