“El Mar” – Cap. 4: «El mar”

Por José Pablo López

El mar

Llegó una noche más y Ergán, que se había adelantado otra vez, sabía muy bien que, sin agua desde hacía una semana, las oportunidades caían drásticamente con cada duna que subían y con un horizonte que sólo le devolvía, cuan impiadoso espejo, más arena, más calor, más desilusión.

Antes de regresar, con las noticias de siempre, sin embargo, cerró los ojos para una oración final, aspiró profundo, sintiendo sus pulmones a punto de estallar: quizás sería su última oportunidad y quiso hacer las paces con los dioses a los que había olvidado hace tanto tiempo.

El general alcanzó a ver la silueta de Ergán recortada por la luna llena y le sorprendió comprobar que volvía apresurado, trastabillaba y se incorporaba inmediatamente; traía prisa, sin duda, aunque las esperanzas en las buenas noticias ya habían perecido hace tiempo.

Sin embargo, el general percibió algo en el aire, un aroma ligero y persistente que lo transportó, por un segundo, a otros tiempos y a otros paisajes más amigables.

Sintió en su piel el recuerdo de la humedad de su niñez y en sus manos el tacto verde y fresco del musgo recién recogido.

Antes de regresar, con las noticias de siempre, cerró los ojos para una oración final, aspiró profundo: quizás sería su última oportunidad y quiso hacer las paces con los dioses a los que había olvidado hace tanto tiempo.

Finalmente, Ergán llegó a donde lo esperaba lo que alguna vez fue el invencible ejército del general Lou. Llegó jubiloso y alborozado. Apenas podía controlar las palabras que le salían a borbotones y se le atoraban en la garganta.

A punto de retornar de su puesto de avanzada, había elevado una póstuma plegaria y entonces… el milagro de una brisa salobre lo había abrazado con la impaciencia de una amante impetuosa, el sonido incoloro de olas estrellándose en algún acantilado y luego retirándose, resignadas, se abrió paso a través de arenas impasibles y lo alcanzó cuando recitaba los últimos rezos.

Subió una última duna y de pronto, ahí estaba: un enjambre de estrellas duplicadas, salpicaban la negrura del firmamento que las sostenía y se reflejaban en ese otro cielo embravecido que las acogía, generosamente.

Puedes leer la primer parte aquí, la segunda parte aquí y la tercer parte aquí

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