Por José Pablo López
Zihara
Ergán ya estaba cerca, sólo le restaba repechar la última duna y llegaría con noticias antiguas.
El general acariciaba a Zihara, su gata que lo había acompañado desde la toma de Bastión Diamante, en los días más gloriosas de la campaña y cuando todo parecía indicar que el Imperio Central no tardaría en caer bajo su puño de acero y se rendiría ante su genio militar.
El animal, de un pelaje negro brillante e intensos ojos verdes, que parecían escudriñar más allá de la razón, se le había acercado mientras cenaba festejando la victoria y, a cambio de unos pellizcos de cerdo asado, se había convertido desde entonces en su sombra, su única compañía, y su silenciosa confidente.
Eran inseparables y no faltaba quienes murmuraban que el general le consultaba al animal, como si fuera un oráculo, antes de cada batalla; sus hombres más cercanos y leales se sentían inquietos por la presencia de la gata, le recelaban y hasta habían corrido el rumor que era la misma Diosa Atharti, protectora del Gran Reino de los Suríes, a punto de ser conquistado, la que había adoptado esa forma para influenciar al general y provocar su derrota con brujería y malas artes.
En la mente simple de la soldadesca, era una historia atractiva para calentar las largas noches, sin mayores consecuencias en la moral, ni en la fidelidad hacia su gran general.
El general había llegado a la Gran Isla del Confín, desde el continente, hacía ya doce largos años y desde entonces había comandado la más grande invasión que se registre en los anales históricos, y a la que se habían dedicado profusas y heroicas páginas, en los pesados y secretos grimorios del reino de los magos.
Las crónicas relataban cada una de las batallas en la que, dioses y hombres, nobles y paganos, habían sido testigos del advenimiento de un nuevo imperio.
Batalla tras batalla, legua tras legua, sangre sobre sangre, el avance del general invasor avanzaba, dominaba y difundía nuevas leyes que darían lugar a una sociedad más justa y menos corrupta.
Se había enfrentado a numerosos reyezuelos más preocupados por conservar sus míseras posesiones, que en salvar a sus vasallos, había desafiado a infinidad de dioses menores que se resistían a aceptar el advenimiento de una Nueva Era.
Y también había celebrado pactos con barones justos, que se sumaron a su causa, que era la causa del Renacimiento.
Sin embargo, se había ganado también muchos y poderosos enemigos, entre los que descollaba la enérgica y rencorosa Atharti, la diosa protectora de la Isla, quien veía que cada día de campaña del general, menguaba el favor de las deidades más encumbradas del Monte Génesis, con Atherión a la cabeza y las Siete Deidades Mayores, encargadas de mantener el siempre frágil equilibrio entre todas las criaturas que fatigaban cada confín del Universo.
Cuando todo parecía encaminado a una victoria total y aplastante y sólo quedaba vencer la resistencia de las últimas ciudadelas, enclavadas en el corazón de las Montañas Blancas, se sucedieron las inesperadas derrotas de la Ciénaga, Tres Cruces y la final, en El Desfiladero del Rey.
Todos desastres militares inexplicables, en los que confluyeron climas adversos, traiciones inesperadas y brillantes estrategias superadas por sombríos caprichos de un destino voluble.
Fue entonces cuando todas las miradas se dirigían a la gata del general y todos los comentarios apuntaban a la esbelta Zihara.
Pero aún en tales circunstancias y con tamaños recelos, cuando tuvieron que iniciar la marcha a través del desierto, diezmados y deshonrados, no flaquearon en la fidelidad hacia su general: el respeto y la camaradería, serían siempre más fuerte que cualquier hado malquistado.
El general pasaba sus manos encallecidas y ásperas sobre el pelaje, increíblemente brillante de su talismán, cuando Ergán llegó a su encuentro.
Apenas una mirada reticente y un silencio excesivo y pesado fueron suficientes. El general le indicó con un leve movimiento de su cabeza que se marchara con la tropa y quedó nuevamente solo con su gata.
Pensó en su esposa y su hija y tuvo la intolerable certeza de que no las vería de nuevo.
Quiso imaginarse la escena en la que llegaría a su aldea, montado en su hermoso corcel, con el sol reflejado en sus aceros; quiso sentir la alegría de su hija cuando le entregara a Zihara y la mirada orgullosa de su esposa, con el deseo renaciendo en cada poro de piel; quiso imaginarse mañanas de primavera y noches de invierno, y quiso recordar las antiguas oraciones…
Pero los ecos del tiempo ya habían esculpido las runas absolutas del general y su gente: se volvió hacia ellos, se irguió sobre la montura como tantas veces en el preludio de tantas batallas; alzó la voz, arengó y enardeció, una última vez, a su ejército que respondió con fieros gritos y compromiso total; dio las órdenes previstas y él mismo se preparó para la tormenta, hizo echar a su caballo y se refugió a sotavento enfundándose en su capa magenta, abrazando a su gata; aunque sea a ella, podía proteger.
La mañana acudió finalmente, levantando el velo de turbidez que se había posado sobre la caravana y el general fue el primero en recorrer, reticente, el círculo de carromatos para comprobar que ya no comandaba ejército alguno, apenas reconoció un manojo de hombres atormentados y derrotados, sin fuerzas siquiera para abandonarse.
Con Ergán a su lado rescató a una veintena de almas que apenas podían mantenerse en pie y, no con poco esfuerzo, se pusieron en marcha. Sabían que morirían si se quedaban allí y también sabían que morirían camino al mar esquivo.
Pero por alguna razón, la segunda opción seguía siendo la única posible. El general sólo extrañó a Zihara a la hora del cenit pero apenas volvió la cabeza para intentar encontrarla.
Supuso que no había superado la tormenta pero ahora tenía problemas más serios que atender. Sin embargo, sus hombres sin decir palabra, se sintieron inexplicablemente animados y quizás un haz de esperanzas se encendió en lo más profundo de sus corazones.
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