«El Mar» – Cap. 1: «El Desierto»

Por José Pablo López

El desierto

Soplaba el viento norte, amarillo, caliente, sofocante. Respirar suponía una proeza y avanzar una quimera.

Ergán se había adelantado a la caravana y mientras masticaba arena que le secaba la boca y le ponía de peor humor, maldijo su suerte en silencio y volvió grupas.

Llevaría consigo malas noticias al general y las malas nuevas no tardarían en recorrer la fila de carromatos que componían su ejército, o mejor dicho, lo que quedaba de su ejército.

Una veintena de carros desvencijados, en los que se apiñaban hombres heridos de diferente gravedad en la última y desastrosa campaña al corazón del Imperio, escoltados por jinetes silenciosos, de mirada hosca y perdida en lo más profundo de sus almas atormentadas.

Llevaban días vagando por el inmenso desierto central, alejándose de las montañas orientales en las que habían abandonado su honor y su arrogancia.

No los guiaba ya ni la esperanza de reconquistar lo que les había sido arrebatado ni el rencor, que suele ser la más perfecta de las razones del derrotado para sobrevivir.

Seguían allí por lealtad a su general, en quien seguían confiando y porque ya no tenían fuerzas ni siquiera para rebelarse.

Más adelante los esperaba la promesa del mar del oeste y más allá de él, hogares que, pese a todo, aún los esperarían con el fuego encendido en las chimeneas y sus esposas en sus lechos.

Pero el mar parecía alejarse, como si estuvieran malditos y cuanto más avanzaban, más campos yermos y abrasadores se tendían ante ellos.

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