Por José Pablo López
Nota del autor:
Anteriormente publicamos el relato “Lunas de Sangre” en el que conocimos a Rufus y a Saleh, el mago y la pitonisa.
Con la publicación de hoy iniciamos una saga de diez capítulos, “Rufus y el secreto de la Piedra Azul”, en los que acompañaremos a esta singular pareja en una épica aventura, en la que se ven envueltos mientras recorren un mundo extraño, para cumplir con un mandato que les fue encomendado por el Clan de Magos, del que depende nada menos que la Restauración del Equilibrio del Universo.
Preferían caminar de noche, al abrigo de las sombras, guiados por el eco de los vientos y siguiendo señales imperceptibles, que sólo él reconocía.
Con pasos precavidos y sin llamar la atención, la pareja avanzaba sin prisa, bajo la mirada vigilante de las estrellas y la mansa compañía de las lunas pálidas.
Caminaban eligiendo senderos que penetraban lo más profundo de bosques o que recortaban, con dificultad, los perfiles de cumbres distantes; frecuentes viajeros de páramos y pantanales, el brujo y la pitonisa, se mantenían ajenos a miradas indiscretas.
Solían encontrar abrigo en improvisados refugios provistos por matorrales oscuros o en cuevas horadadas, en acantilados escondidos, donde la oscuridad y la magia se conjuraban para darles protección y sigilo.
Rufus, el mago, y Saleh, la pitonisa, componían una singular pareja. Recorrían, en soledad, los bastos dominios que alguna vez habían pertenecido al poderoso Clan de los Magos y que les fue arrebatado, por designios de dioses celosos, quienes apelaron al privilegio de Supremacía.
Los magos fueron desterrados y su arte censurado, alterando así la frágil estabilidad, que mantenía el equilibrio de los mundos. Las ecologías se alteraron y mutaciones sin contralor, se desbocaron; los humanos, dueños de una inteligencia superior, pero desprovistos de los límites sutiles y firmes de la magia que los acompañó indivisiblemente desde sus orígenes, improvisaron una evolución sin alma.
Establecieron sus propias leyes y desarrollaron su propia moral reñida con los principios con que fueron creados; definieron sus propios destinos, guiados por instintos antinaturales implantados por una naturaleza sin dioses, ni pecados.
Rufus era uno de los últimos magos en los que residía la última esperanza de la Humanidad y sin embargo, debía ocultarse como un fugitivo y errar a través de los Universos y los tiempos, cumpliendo su destino, disimulando su real condición.
Rufus, el Oscuro, el Nigromante, el Caminante, era el único mago en Rendar N4, donde la magia había sido ya olvidada y solo los ancianos la mencionaban en viejas leyendas y la recordaban, asociada a una profecía en la que ya casi no creían.
Su ropaje oscuro apenas ocultaba un cuerpo alto y corpulento, que desprendía una tensa tranquilidad y una cierta aura de misterio que lo rodeaba, invitaba a la precaución; sus movimientos eran austeros y lentos, pero precisos; una amplia capucha escondía sus oscuros cabellos desmañados e impedía reconocer sus facciones angulosas y fuerte; una barba desprolija cubría sus mejillas y unos ojos, de un color negro profundo, se adivinaban tras unas mínimas rendijas, que parecían talladas en su rostro trigueño.
Lo acompañaba Saleh, la pitonisa, enfundada en su capa roja, desvaída y amplia, sobre la que se destacaba a la altura del pecho, un prendedor de oro con una esvástica en sobre relieve, de la que salía una fina aguja de unos diez centímetros de largo, que se perdía bajo la solapa.
Apenas podía reconocerse a la menuda mujer de piel blanca y ojos azules que la vestía, pero cuya belleza y fortaleza se transparentaba. El mago la había rescatado de un ritual pagano, en el que debía intercambiar su vida por un dudoso perdón divino, por pecados ajenos.
Saleh, con otras vírgenes cuidadosamente seleccionadas, sería destinada a una vida al servicio de una deidad local, condenada a guardar silencio hasta el resto de sus días, debiendo cumplir a pie juntillas, con los preceptos de una diosa vanidosa, que incluía bacanales rituales, en los que sacerdotes entusiastas no escatimarían en lujuria ni desenfreno.
Rufus había intercedido y había trazado su señal de perdón y fuego. Ahora Saleh era su compañera, como estaba escrito y los pecados de su pueblo ya no existían: habían sido borrados, como el mismo pueblo.
Saleh había nacido con el don de la adivinación, el mismo que la había condenado a su destino de sacerdotisa y que sin embargo la había predestinado a ser liberadora de pueblos. Saleh, la Pitonisa, la Bruja, la Doncella, era la única de su tipo en Rander N4 y con ella era suficiente…
La pareja, después de largas y agobiantes jornadas de caminatas nocturnas, divisó el caserío que se preparaba para una fría noche de julio. Tenues y raquíticas columnas de humo, se elevaban hacia un cielo gris y destemplado, mientras tímidas luces asomaban por pequeñas ventanas.
La necesidad de reponer energías y de una comida caliente, se impuso a la seguridad del monte y se dirigieron, sin dudar ni consultarse, a lo que parecía una taberna, pese a lo precaria de la construcción.
El mago hizo la seña que les permitiría pasar inadvertidos y entraron sin llamar la atención. Se ubicaron en un rincón alejado del casi vacío salón, optando por la penumbra, al calor del hogar y, en seguida, se abstrajeron con la comida, ignorando lo que acontecía a su alrededor.
Una larga jornada había finalizado sin sobresaltos y las brumas de la noche habían acudido, una vez más, para velar su descanso. Disponían unas pocas horas para alimentarse y descansar antes que la aurora acuda pronta, renovando los acertijos de un hado irrevocable que los acechaba.
En su derrotero diario fatigaban polvorientos caminos y atravesaban bosques silenciosos, confiando en runas ocultas, que los guiaban hacia su objetivo, hacia la inevitable restauración del Equilibrio Universal.
Pero eso sería mañana, por el momento sólo restaba disfrutar de la cena, del vino y de la mutua compañía. Kilómetros interminables y silencios intensos habían contribuido para que ambos aprendieran a sentirse cómodos y cercanos entre sí; mientras que el peligro latente y un destino común se confabulaban para traducir en miradas esquivas, sentimientos que pugnaban por aflorar.