Por José Pablo López
Rocamora y Anvahar son las dos aldeas más australes de la Comarca del Fin del Mundo, olvidadas por reyes y por dioses.
Están unidas por la Vía del Hielo, un desolador camino de rueda y herradura que delimita por el norte los yermos e inundables bajíos con que el continente cede ante las negras aguas del Mar de los Tres Remos.
Un paisaje tan monótono como invisible a la memoria de los tiempos y en el que la incesante sucesión de días y noches son sólo promesa de un destino inalterable, previsible, mortal fue sin embargo, el sitio donde todo comenzó.
A mitad de camino entre las aldeas se yerguen las ruinas de un antiguo torreón del que sólo se conservan un par de paredes y muchas historias, algunas de las cuales se pierden más allá de la Edad de los Estandartes.
Y fue allí, la noche más fría de aquel mes del Aguador, del Año 421, entre veladuras de bruma y un rumor de tormenta inminente, Rufus abrió los ojos.
El mundo se detuvo por un instante, los dos soles parpadearon al unísono en el firmamento plomizo y un estruendo ensordecedor anunció el retorno del Lobo.
No hubo ni una sola criatura sobre la faz de la tierra ni en el inframundo inmortal, que no haya percibido, como un latigazo abriendo un surco sobre la piel, que algo único había acontecido.
Un silencio uniforme, que se adhería con desesperación, al alma de cada hombre, mujer y niño de Rocamora acompañó a aquel hombre sombrío mientras atravesaba el arco de entrada.
Un frío desproporcionado, enraizado en el miedo a lo desconocido, los acompañaba en esa mañana que marcaría el nuevo comienzo.
Sin Rufus y su espada no hubo, durante la Noche Eterna, lugar para la esperanza; el milagro no ocurriría y la muerte era, inclusive, bienvenida.
Desde aquella lejana mañana en que la magia simplemente se extinguió, ni siquiera hubo ánimo de contar los días, de marcar el paso de las estaciones y de anotar los cambios de lunas o de registrar los dobles calendarios solares.
Una bruma pastosa se asentó en todos los confines de cada uno de los siete mundos y los Siete Dioses se llamaron a silencio. Una penumbra constante se enseñoreó del cielo y las noches eran apenas más oscuras que los días.
Las miradas tristes se multiplicaron y las risas se apagaron. No hubo necesidad de más plegarias, ni sinceridad en los corazones; los amantes se tornaron ausentes y las distancias fueron la única opción de supervivencia.
Pero Rocamora fue testigo de la resurrección, aunque esa noche el miedo no cedería tan fácilmente.
No era tan fácil reconocer que aquel hombre mal trazado, con la mirada perdida y empapado hasta los huesos era el mismo hombre que había puesto a su servicio a los propios dioses.
Era imposible reconocer en esa figura lamentable al Primero, al Lobo, al Inmortal… Les costaría adaptarse a la idea que Rufus estaba otra vez entre los vivos, que estaba de vuelta, que su promesa de amor y lealtad a la Reina seguía aún latente.
Sí, no sería fácil volver a creer, a soñar, a esperar; a dejar atrás el miedo, el dolor y la desesperanza. Y no sería fácil tampoco para Rufus adaptarse a su antiguo cuerpo; no sería fácil recordarla sin sentir que se le laceraba el alma.
Aún repetía su nombre, cada latido; aún lo envolvía su perfume por las mañanas y su ausencia lo atormentaba cada noche.
Ni un solo instante durante aquella larga travesía por la oscuridad pudo alejar de su mente el rostro de su amada; peor aún, tuvo la certeza que ya nunca podría olvidar ni siquiera el más mínimo detalle de aquel cuerpo que una vez amó y que ya nunca más tendría entre sus brazos.
Aquella noche en el camino entre Rocamora y Anvahar comenzó a rodar nuevamente la Verdadera Historia, una historia que aún se escribe, aunque haya quien tenga la certeza de haber llegado el final del camino, que esté seguro que ya no quedan más encrucijadas y que jure que no volverá sus pasos por sendas ya recorridas.
Recuerden todos que esto es siempre decisión de los dioses y que Rufus, por amor, puso a esos mismos dioses a desandar sus propios designios.
Estos fragmentos son todo lo que queda de esta nueva historia y ruego a Eliazar, el Benévolo, que me proteja si no debí transcribirlos…