Por José Pablo López
Hay mañanas en que no consigo despegarme del desasosiego que arrastro de mis sueños; el gris plomizo y frío de la mañana se filtra por alguna rendija, se cuela, travieso o acaso indolente y me arrastra fuera de la cama. Un café recalentado se enfría una vez más en la taza de loza descascarada, única sobreviviente de otros tiempos, más bondadosos y quizás más felices. Un par de rodajas de pan ya mohosos rechinan desde la tostadora, recordarme una más de mis infinitas postergaciones.
Aún estoy juntando fuerzas y buscando razones para lanzarme a la aventura de salir de casa. Aseo mínimo –que no incluye la afeitada– y vestirme adecuadamente –sin mayores implicancias de pulcritud ni exigencias sobre el número máximo de arrugas– son cuestiones menores pero que tienen su propio peso en su momento. Pero el verdadero problema, la real cuestión acá es la de encontrar coraje, aún disfrazado de motivo.
¡Y el clima que no ayuda! Ahora, encima, comenzó a descolgarse una llovizna fina que intuyo fría y sé, tan saturada de tristezas arrastradas desde algún lugar del mundo y que, sobresaturada de destemplanza y desesperanza, simplemente, las descarga. Hoy lo está haciendo allí, afuera de mi ventana.
Esas minúsculas y sutiles gotas, sin peso ni sustancia, pero tan cargadas de ausencias y melancolías que me ahogarían si me llegaran a sorprender a la intemperie. Recuerdo la última vez, yo volvía del mercado y a la altura de la vía, el cielo encapotado, que debió haberme visto distraído y feliz -, habrá imaginado– me envolvió en una ventisca húmeda, sin alma; sentí que un dejo de nostalgia se instaló a mi lado y añoranzas ya olvidadas, saldadas y archivadas se condensaban como lágrimas.
Será por cosas así que tanto me cuesta arrancar en estos días en que ese persistente aroma a soledad se instala en cada rincón descolorido de la ciudad, en que cada bruma desvaída esconde remembranzas de tu risa y en que cada contorno borroso es una invitación a desconsuelo.
Definitivamente, hoy voy a quedarme en casa y con el piyama puesto. Hoy no habrá ni remera ni afeitada, apenas este café frío que recalentaré de nuevo, me refugiaré en la novela recién comenzada. Me pondré la piel de Williams y afrontaré sus días con sus dudas, que al menos no son las mías; sufriré por sus quebrantos, que no son los míos y llegado el caso, disfrutaré sus placeres, que serán los míos.
Permaneceré de este lado del mundo, al amparo de esa melancolía difusa, evitando que ese gris desencanto se filtre en mi oficio de cazador de palabras, que se aproveche de los pequeños descuidos cotidianos para contaminarlo todo, para teñir de desesperanza lo poco que me queda de alegría, aunque sea prestada, de felicidad, aunque tenga fecha de vencimiento.
Quédate ahí afuera, Tristeza, imprégnalo todo y que nadie quede sin experimentarte, sin palparte, sin percibirte; muéstrate fiel, cruel y recurrente, que nadie viva sin saber que existes, que anidas en los corazones del mundo y haces de la realidad, tu morada. No dejes de apañarte y de inventar nuevas formas de mostrarte. Ése es tu sino, tu modo y tu carácter.
Pero déjame aquí, encerrado en mis novelas, en mis libros y mis soledades. Deja que atesore cada momento que he vivido y le dé la forma, el color y el sabor que yo desee: nada que yo precie es definitivo, finito ni perenne. Acá me quedo yo, de este lado de la ventana, rescatando lo vivido y repitiendo un único nombre. Un nombre, como un mantra, que me mantiene vivo, victorioso, inmortal.
Acá estoy, en piyama y con café recién recalentado, disfrutando, de este lado de la ventana.