Por José Pablo López
Y llegó el caretavirus a la selva nomás… Y encontró a los animales en pleno carnaval.
Por ello, todos llevaban máscaras puestas, como lo aconsejaban viejas y arraigadas selváticas costumbres.
Naturalmente, el espíritu festivo dio lugar, prontamente, a la gran preocupación por la salud de la comarca y una sombra de preocupación los cubrió, cobijándolos, como una manta pesada, incómoda y picosa.
El Perezoso fue el primero en sacarse la máscara y opinar con absoluta y directa sinceridad:
“Me voy a quedar en casita, cumpliendo la cuarentena porque soy el más responsable de todos.
Me quedaré a dormir tranquilo hasta tarde, a seguir, con gran preocupación las noticias y cocinar unas ricas tortas fritas para minimizar la angustia de tamaño predicamento.
Miren si, por tras de asistir al Descampado de Enseñanza y Formación, termino enfermándome o peor aún, imagínense si llegara a contagiar a alguien más”
exclamó persignándose con grandes aspavientos. Y partió raudamente a su cómoda cueva donde, previsor como pocos, había acaparado gran cantidad de víveres y encero que no podría gastar en siete vidas de perezosos
Le siguió el astuto Zorro, siempre atento a las oportunidades, quien se quejó amargamente mientras plegaba su máscara muy prolijamente:
«Es una pena que no podamos ir a trabajar, ¡con las ganas (incomprobables) que tengo! Y todo por estas autoridades que no hacen nada bien, excepto impedir que los laboriosos como uno aporten su granito de arena para que este país progrese…
¡Por eso estamos como estamos!” concluyó y se dispuso a acatar las ordenanzas que lo obligaban a permanecer improductivo “contra su voluntad”
repitió varias veces mientras tuvo público delante. Se alejó, riéndose para sus adentros, degustando por adelantado, las largas tardes bucólicas que se avecinaban haciendo, sin cargo de conciencia, lo que más sabía y mejor hacía: nada de nada.
Apartado del grupo estaba el Burro, que no participaba de la discusión pues estaba absorto en la lectura, tratando de comprender qué era eso de las “clases a distancia” que tendría que usar para que sus niños no perdieran de aprender mientras pasaba lo peor de la pandemia.
“Tendré que instalarme en la biblioteca y trasladarla al establo”
–bromeó tímidamente atinando a levantarse el antifaz descuidadamente-
“A ver si puedo conservar algo dentro de esta enorme cabezota hueca”.
Tan enfrascado estaba el Burro en sus intentos de estudio y en morderse improlijamente los cascos que no se dio cuenta la mirada furibunda del que fue blanco por tan serios y concienzudos vecinos, desenmascarados ya, mostrando sus verdaderos rostros.
No podían creer que habían albergado entre ellos a alguien tan egoísta y con tan poco sentido social -tanteaban-, tan falto de empatía y sin respeto para con sus compañeros –amonestaban- como el de las grandes orejas del rincón – señalaban.
Ese mismo que se dirigía, sin preocuparse ni anoticiarse siquiera de tanto revuelo, a hacer lo que mejor se le daba: trabajar como un burro sin prestar atención a los rebuznos de la animalada.
“Con razón le cuesta tanto aprender, deberíamos darle una lección y no permitirle más formar parte de nuestra tan noble cofradía”
sentenciaron unos y aprobaron todos al unísono, alejándose de tanta insensibilidad a toda prisa. No vaya a ser, pienso yo, que una pizca de conciencia se encienda en sus propias tan maduras y comprometidas cabecitas.
Sería terrible para almas tan hidalgas caer en cuenta de sus propias miserias que, a fuerza de estar siempre ocultas, se habían convencido de tenerlas como ajenas.
Después de todo, es en las grandes crisis cuando las máscaras caen y quedan al descubierto las verdades incómodas, esas que ignoramos cada mañana aunque nos lo grite el espejo y con tanta maña silenciamos, cada hora de nuestra mezquindad cotidiana.
Sobre el autor: José Pablo López, 56 años, Dr. en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.