Por José Pablo López
Así, de la nada y a la hora de la siesta apareció, de sorpresa, el pueblo. El GPS no lo registraba pero ahí estaba. Desde lejos, apenas se recortaba un caserío que interrumpía el llano infinito y pajoso. Conforme me acercaba, unos viñedos verdes y de fina geometría alertaban sobre el inminente arribo a un poblado, seguramente tan pobre como pequeño, pensé.
La ruta conducía directamente a uno de los lados de la plaza principal, un pequeño vergel bien cuidado, con canteros primorosos e hileras de sauces que se mecían custodiando las estrechas sendas de ladrillo picado, que confluían en una extraña estatua central. Alrededor, unas casas bajas bien cuidadas completaban un cuadro de in típico poblado agrícola detenido en el tiempo. Detuve el auto un instante, mientras definía si seguir hacia la derecha o la izquierda: nada más incómodo que llamar la atención circulando a contramano en un pueblo de dos calles, ¿no?
Recuerdo que me llamó la atención no ver a nadie, ni una persona resistiendo la canícula impiadosa, ni siquiera un perro solitario, de esos que parecen incorporados a cualquier postal pueblerina. Nada, nadie. Extraño. Una soledad absoluta y hasta opresiva, lo dominaba todo. Fue en ese preciso instante que sentí el primer aviso. Una bofetada de aire caliente que parecía haber descendido abruptamente desde las copas de los sauces, ahora inmóviles, y que se disponía a quitarme el poco aliento que aún conservaba en los pulmones.
El sofoco crecía a la par de una sensación de desasosiego y abandono que comenzaba a dominarme y de pronto, una inquietud incómoda dio lugar a una agitación amenazante. Fue tan de repente como sorpresivo que apenas atiné a forzar al sentido común a hacerse cargo de la situación. Cansancio, hastío y hasta ataque de pánico resonaron en mi cabeza como posibles respuestas a ese miedo atávico e inexplicable que me había desbordado.
Unos minutos como siglos, pero de a poco, mi respiración se normalizó y trascartón, el segundo aviso: el silencio absoluto que se había instalado en el pueblo, en perfecta armonía con la quietud antinatural que ahora reinaba en el pueblo se interrumpió por campanadas que parecían tañir desde el corazón del infierno. Un sonido sordo, potente y frío que más que avanzar a través del aire parecía moverse en oleadas, rodeando y cubriendo el paisaje como una manta oscura y opresiva.
El cielo se oscureció completamente y sólo sobresalían y se distinguían la estatua, en el centro de la plaza y el campanario de la iglesia, en el otro lado de la plaza. Hubiera jurado que esa iglesia no estaba allí, cuando ingresé al pueblo. La estatua cobró vida, parecía un cíclope que montaba un corcel monstruoso y encabritado. En cuanto giró su cabeza hacia mí tuve la certeza de un cruento final de historia.
Y no me habría equivocado si no hubiera sido que al tiempo que sonaba una campanada mucho más atronadora que las anteriores, un rayo fulgurante y magnifico descendió desde lo más alto y negro del cielo y atravesó al cíclope a la altura de su pecho. Le siguió un destello, una explosión y un nuevo silencio, pero esta vez, acompañado de quietud y calma.
Debo haber perdido el conocimiento y cuando abrí los ojos nuevamente no había pueblo, ni plaza, ni estatua. Sólo la interminable ruta 34 que cortaba como un tajo el pastizal infinito. Manejé, sin embargo, como un poseído, alejándome raudamente de la pesadilla hasta llegar a la próxima estación de servicio, que surgió kilómetros más adelante, como un oasis, para mi alma acongojada.
Apenas pude articular palabras pregunté al playero si sabía el nombre del pueblo que había dejado atrás a unos 50 km. «No, señor, el próximo pueblo en esa dirección es Zelaya pero queda a 250 km, lo menos. Le habrá parecido», agregó.
Extrañado y aún más intrigado, arrancaba de nuevo el auto para seguir mi camino cuando un viejo, de piel curtida por mil arrugas y pequeños ojos celestes, que parecía más viejo que el tiempo, se me acercó sobresaltándome por enésima vez en el día.
– «Ud. estuvo en La Polvorilla -dijo-, un pueblo que ya no existe, patrón… Existía pero ya no. Se lo tragó la tormenta hace como cien años, patrón… Calló un momento, como sopesando el efecto de sus palabras. «Si quiere me da un aventón hasta El Suncho y le cuento» señalando hacia adelante.
Empezó a caer la noche en la ruta y el viejo, acomodado en el asiento del acompañante, comenzó a desgranar su historia. Y en ese preciso instante tuve el tercer y último aviso, cuando de la nada, sonó una campanada.