Breves infinitos

Por José Pablo López

La nostalgia, profunda e impenetrable, se va transformando, poco a poco, en la más fiel compañera en nuestras horas más solitarias. Tal como puede intuirse, leyendo el diario de Francisco Salvatierra:

“Lo que más me duele de este oficio de escribidor es que cuando más busco palabras, más me encuentro con tu nombre. No importa si ando persiguiendo palabras de amores o desencantos, si las conjugo en tiempos de nostalgias o intento tallarlas en futuros, si las procuro frescas o quizás con algún barniz de desencanto.

Siempre estás ahí, escondida, sutil, lejana, evocando  aquellos momentos en que acaso, creí que la felicidad me había sido concedida.

También me pasa cuando, de imprevisto, las ordeno alfabéticamente o las libero y disfruto verlas como se enredan en el vago recuerdo de tu pelo o cuando las encadeno a una mala prosa que se me escapa del alma”.

“A veces me sucede también que quiero inventar otras, fatigado de las viejas, aburridas ya de tan usadas. Y ya no me sorprendo que suenen a tu voz de «buenos días», de cuando amanecías a mi lado.

Es tu nombre el que salta, sorpresivo, de rincones escondidos o me saluda, despreocupado, a la vuelta de cualquier esquina. Son esos momentos ambiguos en que estás y nunca has estado. Y es apenas un instante en el que me balanceo peligrosamente entre la confesión y la cordura.

Son esos breves infinitos en los que la vida no tiene ningún sentido, en los que diminutos retazos del alma se cuelan entre los grises cotidianos y lo salpican con todos los colores y todos los sabores”.

“Es como si rondaras en el aire que respiro, como si aún revolotearas en mis sueños y me sostuvieras en tus brazos, derrotando a las ausencias, vencedora de las distancias”.

Francisco Salvatierra es un hombre triste, aunque no siempre lo había sido. Hoy, asomado por la ventana con vista al río, preveía que la llegada de una nueva aurora tampoco lo liberaría de ese presente impiadoso, que lo ahogaba con fuerza, desde que se había quedado solo.

Hace unos meses, exactamente diez meses, siete días y -miró el reloj- cuatro horas se despertó sólo, en un lugar que reconocía pero que sentía ajeno, prisionero de un tiempo caprichoso que no avanzaba olvidándolo, ni se detenía liberándolo, iluminado apenas con una luz mortecina que le helaba el alma.

Reconoció a la distancia, un horizonte que le resultó vagamente familiar y asistió, impávido, al espectáculo extraño y cotidiano, de la tarde disfrazándose de crepúsculo. Fue la última tarde, el último anochecer al que se aferraba con la fuerza de los locos.

A esa noche infausta, le siguieron muchas noches en las que soñaba que era otra vez un hombre completo, soñaba profundamente y lloraba en sueños.  Recordaba, en los brazos de un Morfeo inquieto, aquellos tiempos en que era libre y amado, cuando se sabía inmortal e infinito y los insomnios eran bienvenidos.

Evocaba, en fatigosos duermevelas, la magia sutil, imperceptible, que se escondía en la tibieza que lo completaba y que se arremolinaba entres sábanas desordenadas.

Y cada mañana despertaba implorando que hubiera llegado el día en que cruzaría por fin el Estigia, para luego, resignado, concentrarse en componer costumbres nuevas que resignificaran su existencia.

Casi un año había pasado desde que las sombras lo acogieron moribundo y apenas su oficio de escritor le brindó algún consuelo, en un mundo al que había renunciado sin pretenderlo.

Francisco Salvatierra aún, cada mañana, abre la ventana y espera.

 

Sobre el autorJosé Pablo López, 56 años, Dr. en Geología, investigador y profesor de la Universidad Nacional de Tucumán, entusiasta difundidor de las Ciencias de la Tierra en ámbitos no académicos y escritor amateur en sus horas de ocio.

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