Apenas nada

Por José Pablo López

Y todo finalmente se aclara, todo cobra sentido

y aunque nada cambie, en el momento del final inexorable,

al final pude llamarte

Bajo la luz incierta de, quizás, mi última luna, vagando entre lo absurdo y la demencia y soportando ráfagas de viento que se entretienen formando remolinos de arrebatos y abandono, me voy perdiendo entre formas grises que se disuelven en la quietud de los sueños jamás soñados.

Apenas nada me separa de la locura. Y a la vez nunca me sentí tan cuerdo, tan dolorosamente cuerdo. Una vez más me encuentro, jugando al equilibrista, sobre ese caprichoso borde entre la realidad y la libertad. Y es que una vez más me espera una encrucijada a la vuelta de la esquina y, como siempre no habrá elección fácil que sosiegue mi alma atormentada.

Y quizás por ello, para escapar a este doble juego mortal, que tarde o temprano escindirá mi vida en una nueva decepción, me refugio en las palabras, mi último y confiable bastión. Desde este parapeto de letras y sueños me propongo resistir al postrero y definitivo con que esta vida gris intenta doblegarme. Los fantasmas del pasado comienzan a acecharme, como si hubieran olido a desesperanza y derrota; desde cada rincón de la casa, que se quedó vacía de significados y afectos, resuenan voces que reclaman lo que ya no soy capaz de dar; futuros sombríos aguardan impacientes entre sábanas frías y almohadas silenciosas.

Apenas nada me separa de la locura y sin embargo, aún resisto, inconcebiblemente, rascando astillas de felicidad a un hastío disfrazado de bienestar, apostando a una tranquilidad que encubre más de un modo de cobardía, girando en contrario las manecillas del reloj en un intento desesperado.

Ahora me doy cuenta, en la recta final y con la suerte echada, que “no pude, no supe, no quise” nunca fueron excusas sino cobardes elecciones. Y tarde o temprano se termina pagando un precio, sin descuento ni cupones.

Después de todo, cada historia personal se reduce a ese instante terrible en el que nos damos cuenta de la soledad profunda que nos rodea, que nos abarca y nos sostiene; a ese momento en que caemos en cuenta que la única compañera inseparable es la angustia y que, en el tránsito por la vida, el dolor es inevitable.

Aquí estamos, esperando el desenlace presagiado desde siempre, esperando milagros que nos engañen como fatuos espejismos. Pero no nos importa, decidimos creer en ellos igual. Y mientras aguardamos nos sabemos abandonado por dioses, por ángeles y por demonios. Al final, resignados, bajamos los brazos y por fin, aceptamos nuestro sino.

El final siempre duele y cuando llega nos arrebata el absurdo resto de esperanza, aquella que guardábamos para una ocasión especial. Miramos alrededor y nos duele admitir que otras vidas siguen su derrotero, que no hay nada especial en nuestro dolor, que transitamos solitarios y que a nuestro lado permanece incólume, nuestra fiel amiga, la simple zozobra de sabernos humanos, de sentirnos tristes y percibirnos efímeros.

Escribo para posponer lo inevitable, para tomar una última bocanada de aire fresco antes del fin, para acudir a la magia que, escondida entre verbos y metáforas, será siempre mi última ilusión. Y es entonces cuando, una vez más, tu nombre lo ilumina todo; cuando sé, con la certeza de los locos, que el mundo es apenas un decorado y la vida misma es apenas una excusa para que existas, para que tu sonrisa lo coloree todo, para que tu mirada lo simplifique todo y para tu piel sea el destino de cada desatino.

El final del camino asoma en el horizonte y cuando aún falta una cuesta por negociar, el rumor de un aguacero triste apaga las últimas estrellas que me acompañaron a mi morada final, donde la monotonía será reina y el olvido, impenetrable.  Y es entonces cuando caigo en cuenta que mi peor vileza no fue el engaño, la mentira ni el desencanto; que, de todo el menú de flaquezas disponibles elegí la peor condena.  

Fui cobarde hasta la villanía y arrastré con mi tibieza a quienquiera que me hubiese amado. Me atrincheré en filosofías baratas, esgrimí sofismas imposibles y hasta rendí culto a falsos profetas. Pervertí la literatura, prostituí la poesía, traicioné y traduje. Sin embargo, el peor de mis pecados fue, no tengo dudas, no haber cruzado el Rubicón, tomado de tu mano.

Apenas nada me separa de la locura, apenas todo…

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