Por José Pablo López
La multitud bulliciosa y alegre, que se apiñaba en la Plaza del Ahorcado se había ido congregando desde hacía varios días para presenciar la boda real; el aguamiel corría a raudales y los saltimbanquis y trovadores aportaban al jolgorio general.
Gente de todo el reino se había llegado hasta la capital donde, finalmente la bella prometida daría el sí: se rumoreaba que la buena nueva vendría acompañada de rebajas en los impuestos, que significaba más pan en la mesa de los aldeanos y una amnistía general, que les devolvería inseguridad y miedo.
Era tiempo para que feriantes y prostitutas incrementaran sus ganancias y los ladronzuelos aprovechaban el relajamiento general, para que los niños y los viejos estrenaran sonrisas nuevas y para que los jóvenes ignoraran a sus mayores.
Los colores, las risas y la música se colaban en cada rendija, se dispersaban por las callejuelas y alegraban al populacho, que se embriagaba indiferente al designio que se urdía en la morada de los dioses y que traería dolor y desgracias en un futuro que yacía aún recóndito tras el horizonte de lo desconocido.
Contrastaba, como la noche y el día, tal espíritu festivo con el personaje de vestimentas oscuras y raídas que observaba todo, con la mirada negra de los desahuciados recostado en el rincón más alejado de la empalizada; taciturno, bebía cerveza aguada sumido en una nube de melancolía y resignación.
Llegó la hora décima de la Noche Doble, el momento preciso en que se iniciaría, según cálculos y adivinaciones realizados por los Magos Superiores del Reino, la Era de las Eras para el reinado de TurJan y su consorte.
Las lunas alcanzaron su mayor esplendor en el cenit del firmamento rojizo y la multitud calló, al unísono, deslumbrada, en el preciso momento en que se abrieron las puertas doradas del palacio y emergió Naleeh, hermosa como una diosa y ataviada como tal; hombres y mujeres por igual permanecieron pasmados sin atinar a desviar la mirada cuando la prometida comenzó a descender la larga escalera que la depositaría, al final de los setenta y tres escalones en el playón ceremonial.
Avanzaba, majestuosa y apesadumbradamente, como si arrastrara el peso del mundo con ella, enfundada en un vestido refulgente en tonos dorados y rojizos que, sin embargo, no transmitía dicha alguna. Tras ella la acompañaba una pléyade de damas de honor, seleccionadas de entre las vírgenes más hermosas del reino y era escoltada por la flor y nata de la guardia real, que portaban coloridos estandartes y flamígeras antorchas hasta el imponente altar, que la esperaba al final del trayecto.
Allí, aguardaban su prometido, vestido también de rojo y dorado, con el rostro encendido de un conquistador y Melquíades, que oficiaría de sacerdote y se frotaba las manos con ansiedad impropia de su jerarquía. Ambos se ubicaban de espaldas a la muchedumbre que ya había recuperado el ánimo festivo nuevamente y ahora vitoreaban enardecidos a la pareja.
Apenas Naleeh se ubicó al lado de TurJan, el sacerdote, rodeado de sus serviles acólitos, comenzó a recitar los primeros salmos del ritual que culminaría con la soltería del novio y la felicidad de su prometida. El rito avanzaba cumpliendo con las reglas establecidas hace más de mil años: a cada versículo declamado por Melquíades, el novio descartaba uno de los velos que cubría el bello rostro de Naleeh, acompañado de un ensordecedor alboroto de la turba entusiasmada.
Cuando, finalmente las lunas pudieran contemplar el rostro de la novia, TurJan se transformaría en su amo y señor y como tal reclamaría el beso que sellaría sus destinos. Los tambores que acompañaban la ceremonia acallaban los latidos del corazón de Naleeh y marcaban, marcialmente, la sangría de los últimos segundos de esperanza.
Las lunas continuaron, inexorables, su camino trazado sobre el cielo carmesí y el hombre vestido de negro ya no observaba.
Muchos eran los rumores que se habían alimentado por los caminos y se habían robustecido en las posadas y postas del reino. Algunos adquirían tonos de murmullos y se dispersaban a hurtadillas, otros volaban como rimas y baladas y no faltaron los que circulaban entre la propia soldadesca. Pero pocos en el mundo sabían lo que realmente habían acontecido el propio seno del palacio hace apenas un par de semanas atrás, previo al anuncio de la gran boda real.
Oculto entre los numerosos proveedores que abastecían diariamente la despensa de la residencia real, Rufus se había infiltrado y había permanecido en las sombras estudiando los movimientos internos y la distribución de las habitaciones: aunque no había visto en persona ni a su amada ni a su pretendiente, había aprendido a reconocer, en el ajetreo de los sirvientes y en el despliegue de tropas, la ubicación de las estancias principales.
Apenas creyó conocer el terreno donde se jugaría su destino y apremiado por la urgencia de rescatar a Naleeh de las garras de su opresor eligió la noche cerrada sin lunas ni estrellas del Veramar para acceder al ala sur del palacio, donde se disponían los dormitorios reales.
Gracias a ademanes de invisibilidad y sortilegios de ocultamiento, alcanzó la habitación de Naleeh sin sobresaltos, abrió la puerta y allí la vio, acurrucada y sollozando en un extremo de la enorme cama que parecía apresarla. Naleeh percibió su presencia y giró su cabeza hacia él.
Fue apenas un instante de sorpresa y, como sabiendo lo inasible del momento, se lanzaron uno sobre el otro y se fundieron en un abrazo que había tardado demasiado en llegar. Las caricias torpes y los labios ansiosos reemplazaron a las palabras innecesarias y las lágrimas incontenibles mezclaban pesares con esperanzas.
Rufus había bajado la guardia apenas un minuto y eso fue todo lo que necesitaban sus enemigos. Un destello cegador puso fin al reencuentro y en cuestión de segundos ambos fueron separados por una fuerza que los sumió en un estado de letargo del que despertaron mucho más tarde.
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