Por José Pablo López
Diez inviernos inclementes se sucedieron sin solución de continuidad en los yermos páramos del Paraíso Perdido. Períodos en los que los soles, tibios y lejanos apenas se distinguían sobre un firmamento de negrura constante, que contrastaba con un horizonte blanco, infinito.
La única forma de vida que parecía existir en esa lejana geografía se resumía a unos ahogados lamentos que provenían desde algún lugar de la noche y el murmullo helado con que discurría un cauce, bajo una espesa capa de hielo. Eso y YanKar, que acompañaba a Rufus, mientras éste transitaba el paso a su Nueva Vida.
A medida que adquiría nuevas destrezas físicas y mentales, iba delineando su shyin guerrero a niveles impensados, despertaba a una nueva conciencia y a un nuevo flujo de conocimiento, un poderoso shuyan le abría nuevos ventanales por los que era capaz de acceder a la Magia de los Primeros Dioses.
Su entrenamiento constaba de diez etapas o tweks y al final de cada uno le esperaba una prueba que YanKar y el Consejo de Swamis, diseñaba exclusivamente. A medida que transcurría el tiempo y la transformación de Rufus era más evidente, los retos eran mayores y mayor también la fuerza que lo unía a una fuerza invisible pero palpable.
Al finalizar su primera etapa, Rufus fue transportado a una aldea que era asolada por un extraño enjambre de avispas-dragón con la misión de aniquilar la plaga. El caminante intentó usar cada una de las nuevas argucias aprendidas y fracasó en cada uno de los intentos.
Intentó con humo fatuo y con una antorcha sobre la que sopló invocando a Fidys, pero sólo consiguió enardecerlas más; ensayó estratagemas aprendidas en las interminables y heladas noches de aprendizaje, pero una a una se transformaron en frustraciones estrepitosas: trampa de agua, redes de luz y sonidos de confusión no fueron más que fracasos imprevistos.
Sin embargo, cuando todo parecía destinado al fiasco, recurrió a su yo elemental, al conocimiento ancestral liberado de su prisión de conciencia y simplemente supo cómo derrotarlas: se desnudó, para que el olor de su ropa no lo delatara y acudió a la colmena completamente cubierto de barro; las avispas-soldado sin embargo no tardaron en revolotear agitadas y desconcertadas a su alrededor y cuando Rufus estuvo a un brazo de distancia, extendió tu mano, hizo la señal de la búsqueda y la reina de la colmena avanzó mansamente hasta la palma de su mano.
Rufus cerró el puño y con un nuevo ademán tuvo al poderoso ejército de la colmena bajo su dominio. Abrió la mano y liberó a la reina, y juntos, el caminante y el poderosos ejército de las avispas-dragón dejaron la agradecida aldea y emprendieron el camino a las Montañas Azules. Rufus supo entonces que la Magia Oculta vivía en él y lo acompañaría en cada batalla futura.
Los niveles siguientes fueron de mayor complejidad y los retos finales estuvieron, muchas veces, a nada de acabar con la vida y las ilusiones de Rufus. Se enfrentó con monstruos que no figuran en las antologías humanas y con fanáticos adoradores de Melquíades, que no dudaban en segar vidas ajenas sólo por complacerlo.
Con cada nueva mella en la espada del guerrero, una estrella recuperaba su fulgor y con cada justicia que se restablecía en el reino de los hombres, menguaba un céntimo el poder de los oscuros Nuevos Dioses.
Rufus y YanKar sabían, sin embargo, que la alianza tenía fecha de caducidad, que la Lucha Mayor por la preminencia sobre el Universo que para El Maestro significaba la esencia de su propia existencia, para el Caminante en cambio sólo significaba un paso más en su propio camino.
Ambos habían hecho un pacto y ambos se habían beneficiado con él; dos seres que habían confluido por un designio único, en un lugar mágico y en un instante casi inexistente, dos almas que habían compartido un objetivo común y modificarían la historia de Universos que aún no existían estaban pronto a despedirse.
Atrás quedaron hazañas que podrían haber engrosado libros de la Historia Universal de cien galaxias, pero la eficaz niebla de los tiempos se tragó, sin hesitar aquellas gestas heroicas y sin embargo, nuevas esperanzas se esparcieron por los confines de los siete continentes y los nueve mares.
La Edad Oscura tendría que esperar para un nuevo advenimiento y los Hechiceros Negros tuvieron que regresar a las profundidades, a esperar que se difuminara la luz de la espada de Rufus, al que conocían como El Caminante.
Una mañana como cualquiera, Rufus ya no despertó en el frío Paraíso Perdido. Despertó en una celda oscura y húmeda, una profunda melancolía parecían marcar el final de un camino y una sensación de derrota y abandono lo invadía con crueldad; después de haber errado por mil caminos y fatigado infinitas geografías; después de haber navegado por mares prohibidos y atravesar estrechos imposibles, la desesperanza parecía ser su única recompensa.
Se hallaba sumido en un sopor que dejaba vislumbrar, tras unos ojos vacíos, el páramo en que se había convertido su alma; huérfano de mañanas, no era capaz ni siquiera de sentir frío, hambre o sed…Él, que había vencido al mismísimo Señor del Tiempo y había conquistado las Cumbres del Cielo, estaba postrado, derrotado y a merced de los Nuevos Dioses.
Rufus había aprendido, del modo más doloroso, más cruel y más definitivo, que la Magia sólo es posible de a dos y allí estaba sólo, abandonado por el Universo; yacía ajeno al mundo mientras confiaba que, en algún lugar, YanKar preparaba el Ritual que lo devolvería a la Vida, como la había hecho tantas veces, mientras estaba a su servicio y aún, después, cuando se decidió a seguir su propia estrella. Pero aún no era tiempo. El dolor tenía aún que completar su tarea y las lunas debían alinearse entre los dos soles.
Lo malo del pasado es que no vuelve más, pero sin embargo no olvida dejarnos heridas que no cierran, y lo más doloroso del futuro son las certezas de lo que no será. El presente sólo existe para cerrar la brecha entre ambos y en este presente Rufus sufría, cedía, olía a derrota y lloraba impotencia en aquella cueva olvidada por hombres y dioses. Poco podía esperar si los invisibles lazos de la magia se tornaban cada vez más débiles, más sutiles, menos reales.
El recuerdo de Naleeh de disolvía en una noche sin final, sin alba, sin sueños; se alejaba inexorablemente y no parecía haber fuerza humana o divina capaz de retenerla. Parecía el final, olía a final, se palpaba como el final… Pero Rufus no estaba dispuesto, no mientras un hálito de vida residiera en su ser, mientras el dulce nombre de Naleeh resonara en su pecho y le diera fuerzas para dar un paso más, para tomar una bocana más de aire enrarecido, para recordar… Y estaba vivo.
Sólo eso necesitaba:
– “Naleeh, no me olvides” “Mi reina, no dejes de pensarme” rezaba en silencio, como una letanía. Y le bastaba imaginar la Lejana Estrella de Oriente, aquella tenue luz rojiza casi perdida en aquel incierto y oscuro firmamento del otoño boreal de su pasado más feliz.
Recordó aquella estrella y fue como si hubiera sido alcanzado por el soplo de dioses; revivió la noche que se habían amado por primera vez, cuando entregó su alma, su corazón y le puso nombre a su destino; volvió a sentir el calor de aquella desnudez, la ansiedad de aquellos labios y la inmortalidad disfrazada de urgencia. Aquella estrella debía estar allí afuera, brillando a fuerza de su promesa, esperando para mostrarle el camino aún en la más negra de las noches. Y Rufus se levantó…
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