«RUFUS, LOS INICIOS» Cap. 6: «Noches y hogueras»

Por José Pablo López

Quizás porque era noche de dos lunas, quizás porque ya habían pasado demasiados ciclos desde aquella última vez. Quizás simplemente porque el crepitar de la pequeña fogata, incapaz de ahuyentar el frío de la noche, lo transportaba, de repente, a otras noches.

Noches en la que magia era capaz de todo: de saciar el apetito más voraz con una simple inflexión de voz, de templar la habitación sólo con un ademán, de saborear el mejor vino sólo con desearlo. O aquellas otras en la que bastaba con tener a Naleeh a su lado. Naleeh… su nombre le seguía doliendo, como una herida antigua, como una ausencia que no cicatrizaba.

Nadie que mirara ese rostro curtido por cien batallas y mil soles podría reconocer un sólo rasgo de dolor, ni adivinar si alguna lágrima lo habría surcado alguna vez. Nadie, excepto Naleeh, claro. Ella lo percibía todo en él, lo sabía todo de él, lo amaba todo de él.

Pero Rufus sufría en silencio, de espaldas al bosque y con la mirada perdida tras las montañas de Hur-El. No podía disfrutar del canto despreocupado del río, ni de los sonidos palpitantes de la noche, ni de toda la belleza impúdica de las lunas mellizas. Todo estaba teñido de ausencia, demasiada distancia entre él y su reina.

Una distancia que no se medía en kilómetros ni siquiera en días: una distancia que más que separarlos, lo hería de muerte; una distancia que crecía durante las noches, que se alimentaba de silencios y se multiplicaba con recuerdos, una distancia que lo separaba de la propia vida y que crecía con la desesperanza.

Pero Rufus aún creía, aún esperaba, aún retenía fuerzas. Tenía mucho que andar todavía, su tesoro, su amada Naleeh, su reina, quizás aún lo estaba esperando, quizás… tal vez la pitonisa de Mergrab se había equivocado, quizás los signos no fueron claros… tal vez… quizás…

Rezaba a los dioses del Arcano, con la esperanza que existieran y lo oyeran; rezaba a dioses desconocidos que quizás pudieran existir. Rogaba como nunca lo había hecho, arrodillado, cerrando los ojos, a un costado del camino. Ella tenía que pensarlo también, en algún lugar del Universo tendría los ojos cerrados y ardería de deseos por él.

De otro modo Rufus no estaría aún vivo, no tendría motivos para estarlo. Y se sabe que muchas veces la diferencia entre la vida y la muerte radica en apenas un motivo, en un imperceptible impulso que anida en los pliegues internos de un alma que cree, a pesar de todo. Lo había experimentado en batallas imposibles, en largas marchas a través del desierto, durante su esclavitud en las minas de sal del Rey Lumor; sólo un motivo lo mantenía con vida: Naleeh.

Y allí estaba hoy, acostado en un cuchitril, en un pueblo sin nombre, mientras el invierno se le colaba hasta los huesos y el cuerpo cansado era apenas un receptáculo de esperanzas; en la mitad de la nada, con un hambre de días y la promesa de jornadas aún más duras, con un dolor que le nacía en el pecho y le alcanzaba el alma.

Sin embargo, cuando vencido por el cansancio logró dormir, su rostro se fue relajando y algo parecido a una sonrisa se detuvo en su rostro. Y Rufus soñó. Soñó con aquellas otras hogueras, con aquel vino tinto, con aquella voz y aquellos labios. Rufus soñaba y Naleeh le hablaba.

Sólo un par de días lo separaban de su destino. Un destino con el que había soñado tanto que sentía que lo había forjado noche tras noche. Abrió los ojos y, por un momento, le pareció que aún estaba en aquella posada del Fin del Mundo, cuando había percibido la tibieza inconfundible de la piel de su esposa.

Bajó a desayunar, tenía demasiada hambre para seguir ensimismado en aquel deja-vú y se acomodó en el rincón más oscuro y alejado de la tosca taberna, que hacía de desayunador. La moza le trajo algún líquido oscuro y caliente y una hogaza de pan y recién después de un par de mordiscos fue capaz de atender la algarabía del gentío a su alrededor.

¡Por fin se saldrá con la suya! – vociferaba una de las mujeres riendo extrovertidamente.

¡Ya era hora! -agregó un borrachín de voz aflautada

¡Diez años lo tuvo al pobre en la dulce espera! -agregó jocoso.

Rufus, más por intuición que por costumbre, se incorporó y preguntó a la moza que acudía a completar su pedido:

– “¿De qué habla esta gente, doña?”

¡La prometida de nuestro señor TurJan al fin accedió a desposarlo! -y le explicó sobre la hermosa esclava que, desde hace diez años, lo tenía en espera, le relató sobre la promesa de esperarla hasta que ella lo aceptara de buen grado y de la llegada del momento tan esperado.

Seguramente vendrían días de fiesta, se perdonarían impuestos y hasta tal vez, se suspenderían ejecuciones. No fue hasta que la moza reparó en la medalla que el forastero tomaba nerviosamente entre sus manos, que a Rufus se le detuvo el corazón:

Quienes la vieron, dicen que la novia no se despega de un medallón igual a ése y se rumorea que es de un amor pasado. Yo que Ud., señor, no lo dejaría a la vista: hay una recompensa para quien lleve la cabeza de su portador.

¿Cómo se llama esa esclava? -preguntó Rufus, aferrando fuertemente su medalla.

¡jajaja! -río la moza – Se ve que es un forastero de otro mundo si no lo sabe

Se llama Naleeh -completó mientras se alejaba.

Un Rufus pálido y agitado se apartó del gentío que había comenzado a congregarse a su alrededor y dejó atrás aquella aldea a trompicones.

Había cabalgado demasiados kilómetros, devorando caminos y robando horas a noches heladas para devolverlas con creces, en infinitas jornadas de soles impiadosos. Fueron demasiados días, demasiada sed, demasiada espera.

Interminables esperanzas que se amalgamaban unas a otras, infinitos sueños que se deshilachaban con el alba, inagotables ilusiones que se resistían a ceder ante una realidad casi definitiva. Casi…

Había avanzado dejando retazos de su vida a cada paso, a horcajadas del viento en la estación de las tempestades en pleno corazón del Bel-Yr y había domado las olas gigantes del Mar Perdido; había sobrevivido al frío glaciar de las Montañas de los Cuatro Dedos y a las eternas noches de oscuridad total en las cavernas de Cirbel, que se tallaron en las propias raíces del mundo. Y nunca sintió a su corazón latir tan desbocado como en esta última jornada.

Ahora Rufus estaba allí, en las puertas de la Sagrada Ciudad de Ur-Bel.  Con lo que le quedaba de fuerzas, avanzó entre la multitud que, desde temprano, se congregaba para asistir a las bodas del Gran Rey y la bella reina traída de las lejanas tierras de más allá del Poniente. El tirano y Naleeh… El más odiado, aquel que andaba entre sombras, porque ni los magníficos soles consentían en iluminar su camino y Naleeh, la más bella, la única, su tesoro…

Avanzó y se mezcló entre la bulliciosa muchedumbre que latía al son de los preparativos de la gran fiesta. Miles de voces que gritaban en cientos de idiomas y dialectos de la Comunidad Central; multitud de colores entremezclados con conocidos sabores rancios y otros, que no por extraños eran más agradables; olores ácidos, pesados y pegajosos se intercalaban con aromas frutales, más frescos y citrinos…

En el mercado de la plaza juglares cantaban alabanzas a la belleza de aquella extraña que había embrujado a su rey y en lugares más sórdidos y ocultos se recitaban, en voz baja, críticas y chanzas contra el déspota que no la merecía. 

Desde un rincón de la más oscura callejuela y con la vista perdida en la torre más iluminada del castillo, donde suponía que se apuraban los preparativos, Rufus reunía lo que le quedaba de fuerzas y pensaba en Naleeh, la pensaba intensa y vívidamente: era necesario que lo percibiera, que supiera que estaba cerca, que aguantara sólo un poco más. Tantos caminos, tanta espera, tanto dolor estaba a unas horas de terminar.

Y en su prisión dorada, Naleeh era ataviada por diligentes sirvientas que no reían; lucía como la novia de los dioses pero su corazón se había vuelto de sólido granito; belleza de cotillón que maquillaba dolores profundos y atávicos. Las últimas semanas, desde que había recibido el ultimátum, no había tenido oportunidad de ver a su prometido, de suplicar una nueva prórroga, de intentar un nuevo aplazamiento.

El cada vez más impaciente TurJan se había mostrado esquivo y reticente: había tomado una decisión, a instancias de sus consejeros y su propio deseo y sólo quedaba que se hiciera su voluntad. Los tiempos de Naleeh se redujeron a un puñado de semanas que se consumían velozmente devorando las escasas esperanzas que aún albergaba, en contra de todas las profecías a las que había recurrido con frecuencia.

Melquíades, el Sacerdote Mayor del reino y principal consejero del débil monarca, había tomado la decisión: ya no podía esperarse más, hacía falta una buena noticia para acallar rumores de revueltas de un pueblo harto de la despótica mano de hierro con que TurJan imponía su menguada autoridad. Y el sacerdote necesitaba, urgentemente, un pueblo apaciguado que siguiera trabajando y excavando en las minas del mineral mágico.

Una de las más calurosas noches de aquel verano extremadamente impiadoso, en las que la soledad mellaba insistentemente sobre su determinación y su fortaleza flaqueaba al frenético ritmo del ajetreo del palacio, Naleeh se asomó a la ventana buscando consuelo en las estrellas y en la vastedad del Universo; buscó con fruición la estrella roja, aquella testigo de tantas noches de amor y de tantas promesas arrebatadas.

De pronto, una brisa fresca se coló en su habitación y su corazón dio un vuelco: un lejano aroma a praderas verdes y a pan recién horneado la envolvió dulcemente; un bálsamo con reminiscencias a ese fuerte olor a hombre regresando del arado y a deseo agazapado ansioso mezclado con la danza sensual de luces pálidas y sombras cómplices de aquella casucha pobre a la orilla del mar.

Algo parecido a una sonrisa se instaló en su rostro por un segundo, o menos. ¿Sería cierto? ¿Era él? ¿su Rufus? ¿Estaría tan cerca como lo sintió su alma? Cerró los ojos y lo sintió, vívida e intensamente.

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